Por Boaventura de Sousa Santos *
La palabra no aparece en los medios de comunicación norteamericanos, pero de eso se trata: nacionalización. Ante las cesaciones de pagos ocurridas, anunciadas o inminentes de los principales bancos de inversión, de las dos mayores sociedades hipotecarias del país y la mayor aseguradora del mundo, el gobierno federal de los Estados Unidos decidió asumir el control directo de una parte importante del sistema financiero. La medida no es inédita, pues el gobierno intervino en otros momentos de crisis profunda: en 1792 (bajo el mandato del primer presidente del país), en 1907 (en este caso, el papel central en la resolución de la crisis le cupo al gran banco de entonces, el J. P. Morgan, hoy Morgan Stanley, también en riesgo), en 1929 (la gran depresión que duró hasta la Segunda Guerra Mundial: en 1933, mil norteamericanos por día perdían sus casas en manos de los bancos) y en 1985 (la crisis de las compañías de ahorro).
Lo que es nuevo en la intervención actual es su magnitud y el hecho de ocurrir después de 30 años de evangelización neoliberal conducida con mano de hierro a nivel global por los Estados Unidos y por las instituciones financieras que controla, el FMI y el Banco Mundial: mercados libres y, en tanto que libres, eficientes; privatizaciones; desregulación; el Estado fuera de la economía porque es inherentemente corrupto e ineficiente; eliminación de restricciones a la acumulación de riqueza y la correspondiente producción de miseria social. Fue con esas recetas que se "resolvieron" las crisis financieras de América latina y de Asia y que se impusieron ajustes estructurales en decenas de países. Fue también con esas recetas que millones de personas fueron lanzadas al desempleo, perdieron sus tierras o sus derechos laborales y tuvieron que emigrar.
A la luz de esto, lo impensable aconteció: el Estado dejó de ser el problema para volver a ser la solución; cada país tiene derecho a privilegiar lo que entiende por su interés nacional, en contra de los dictámenes de la globalización; el mercado no es, por sí mismo, racional y eficiente, sólo sabe racionalizar su irracionalidad e ineficiencia mientras éstas no alcancen el nivel de autodestrucción; el capital tiene siempre al Estado a su disposición, ora por vía de la regulación, ora por vía de la desregulación. Esta no es la crisis final del capitalismo y, aunque lo fuese, la izquierda quizá no sabría qué hacer, tan generalizada fue su conversión al evangelio neoliberal.
Muchas cosas seguirán como antes: el espíritu individualista, egoísta y antisocial que anima al capitalismo; el hecho de que los costos de las crisis siempre sean pagados por quienes nada han contribuido a ellos, es decir, la inmensa mayoría de los ciudadanos, ya que es con su dinero que el Estado interviene y son esos ciudadanos quienes pierden empleos, viviendas y pensiones.
Pero muchas más cosas cambiarán. Primero, la declinación de los Estados Unidos como potencia mundial alcanza un nuevo nivel. Este país acaba de ser víctima de las mismas armas de destrucción financiera masiva con que agredió a tantas naciones en las últimas décadas y la decisión "soberana" de defenderse fue finalmente inducida por la presión de sus acreedores extranjeros (sobre todo, los chinos), que amenazaban con una fuga que sería devastadora para el actual american way of life.
Segundo, el FMI y el Banco Mundial dejaron de tener autoridad alguna para imponer sus recetas, pues siempre usaron como guía una economía que ahora se revela como un fantasma. La hipocresía del doble estándar (ciertos criterios válidos para los países del Norte global y otros criterios válidos para los países del Sur) quedó expuesta con chocante crudeza. De aquí en adelante, la primacía de los intereses nacionales podrá dictar no sólo medidas de protección y regulación específicas, sino también tasas de interés subsidiadas para apoyar a las industrias en peligro (como las que el Congreso estadounidense acaba de aprobar para el sector automotriz). No estamos ante una desglobalización, pero sí estamos frente a una nueva globalización posneoliberal, internamente mucho más diversificada. Emergen nuevos regionalismos, ya presentes en Africa y Asia pero importantes sobre todo en América latina, como el ahora consolidado con la creación de la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) y del Banco del Sur. Por su parte, la Unión Europea, el regionalismo más avanzado, tendrá que cambiar el curso neoliberal de su actual comisión, so pena de tener el mismo destino que los Estados Unidos.
Tercero, las políticas de privatización de la seguridad social quedaron desacreditadas: es éticamente monstruoso que sea posible acumular fabulosas ganancias con el dinero de millones de humildes trabajadores y abandonarlos a su suerte cuando la especulación sale mal.
Cuarto, el Estado que regresa como solución es el mismo Estado que fue moral e institucionalmente destruido por el neoliberalismo, que hizo todo lo posible para que su profecía se cumpliese y lo transformó en un antro de corrupción. Esto significa que, si el Estado no es profundamente reformado y democratizado en breve, será, ahora sí, un problema sin solución.
Quinto, los cambios en la globalización hegemónica van a provocar cambios en la globalización de los movimientos sociales y esto se va a reflejar en el Foro Social Mundial: la nueva centralidad de las luchas nacionales y regionales; las relaciones con los Estados y los partidos progresistas; las luchas por la refundación democrática del Estado; las contradicciones entre clases nacionales y transnacionales y las políticas de alianzas.
* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de la Universidad de Coimbra (Portugal) y de la Universidad de Wisconsin (EE.UU.).
Traducción: Javier Lorca.
Tomado de Página 12
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