20 oct 2010

Carta a Julia Urquidi



Caricatura:  Carlin
A propósito del Nobel otorgado a Vargas Llosa


Querida Julia,
Al enterarme de que su sobrino y ex marido Mario Vargas Llosa recibió el Premio Nobel de literatura, no pude sino acordarme de usted. Disculpe la torpe ocurrencia, pero es que al juzgar por las confesiones en la ficción y en la autobiografía de su sobrino, o mejor dicho, de su ex, ya que el prefijo destaca una relación terminada, usted ocupó un lugar muy importante en la vida literaria de Mario. Por eso pienso que es la persona con quien puedo compartir mis inquietudes.

Julia, mal que le pese, su ex es uno de los mejores narradores latinoamericanos de los últimos tiempos. Para quienes hemos leído su obra con algún orden cronológico, conocemos que su mejor literatura empieza en los ’60 y termina en el ’93. También sabemos las dos que desde que incursionó en la vida política profesional, cuando decidió postularse a la presidencia de su país, su vuelo fue como el de Icaro. Su esposa Patricia se lo advirtió. Pero los hombres, Julia, y usted sabe eso muy bien, tienen una selectiva deficiencia auditiva. El dijo que haría política por una razón moral. Patricia sabiamente tradujo la grandilocuente frase de Mario en términos más simples: “Fue la aventura... de escribir, en la vida real, la gran novela”. No es invento mío, Julia, el mismo Mario lo escribe en la página 46 de su autobiografía.

Como yo, imagino que usted reconoce que en los libros escritos hasta el ’93, su literatura se destaca por mostrar de manera incisiva, con gran prosa e inteligentes tramas, las relaciones de poder entre el oficial del ejército y la prostituta; entre el hombre rico y su amante chofer de origen afro; entre la chola de clase media y el burócrata ambicioso; contando la vida cotidiana de la política. También explora la relación de amor entre un joven promesa y su tía, la de odio entre el hijo y el padre. Estas historias, Julia, son tan universales como profundamente peruanas. A ese Perú clasista, mestizo, racista, machista, quizá nadie lo narró tan bien.

Pero la experiencia política de su ex resultó antiliteraria en un sentido muy borgeano. Borges decía que la realidad imita a la literatura. Pero Mario no tuvo esa suerte. El, que había incursionado con minucia en la mente de personajes tan arraigados en la realidad de su país, no supo hacer suyos los votos de la gente. La literatura le hizo un quite cuando le dio la victoria política a un contrincante que hablaba peruano con acento extranjero y sabía tanto del Perú como su ex de ingeniería. Ese paradójico fracaso político, sin embargo, acercó a nuestro Icaro al Sol y al calor de su llamas se perdió el mejor fuego de su ficción.

El pez en el agua parece ser el umbral entre sus grandes obras y las demás. El pez es la historia de su vida pública, la de político fracasado que justifica su pérdida en el relato autobiográfico y la de quien cuenta su genealogía como escritor. Comienza a los 10 años cuando el padre aparece para reclamar el lugar junto a la madre, obligando al pobre Mario a vivir el complejo de Edipo al revés. Quizá por eso es que su ex tiene tanta aversión al psicoanálisis. Ha vivido contra la corriente de una teoría cuyo flujo es uno de los más caudalosos de la cultura moderna. ¿Se deberá a eso su terca manía de narrar el poder?

En El pez Mario nos cuenta que de la mano dura del padre se hizo hombre y, desafiando su mirada homofóbica que veía en la pasión por las letras el indefectible afeminamiento de su hijo, se hizo escritor. Disculpe la intromisión. Pero a pesar de que él se empeña en ver así ese paso enorme que le significó desobedecer al padre y escribir, yo siempre percibí en ese gran paso su mano, Julia. Debe ser porque en este mundo todavía son los hombres los que ponen los pies y las mujeres las manos.

La valentía para confrontar a Ernesto, ese padre abusivo y maltratador, tenía que venir de una prueba contundente de hombría. Y esa prueba fue usted, querida. Sin usted, Mario jamás hubiera sido escritor. En ese universo autoritario y violento del padre, viniendo de ese micromundo tan chauvinista como el colegio militar, no creo que el joven Mario se hubiera atrevido a ningún desafío si no tenía a su lado una hembra que simbólicamente le probara la hombría. Y usted, Julia, además de encantadora e inteligente, le llevaba trece años de experiencia a ese muchacho. ¡Por supuesto que lo llevó de la mano!

Quizás eso también explica esa obsesión con prostíbulos, con la búsqueda de experiencias sexuales que avalen a sus personajes como hombres y los acrediten como agentes de la política, del Estado, de ejército. La frustración con la política quizá se condense mejor en ese amor homosexual de Cayo Bermúdez con su chofer. Sólo desde ese universo homofóbico y machista desde el que narra Mario puede servir la homosexualidad para representar el mundo abyecto de la política. Por supuesto, sé que en términos de su ex la definición sería la contraria: representar la frustración política con el acto abyecto de la homosexualidad. Disculpe, Julia, que lleve las reflexiones del Premio Nobel al campo de la sexualidad y el género. Pero usted más que yo debe reconocer que no es un capricho mío, sino que por el contrario, es su propio sobrino quien se sirvió de las diferencias entre los géneros para narrar magistralmente el poder.

Pocos personajes me hicieron reír tanto como Pantaleón, Mario comprendió que el poder, la autoridad, la sexualidad y el deseo son indispensables para reír. Y no me va a decir, Julia, que la sensualidad de los encuentros de Panta con Olga Arellano tienen algo en común con el erotismo de manual con el que su ex experimenta en Los cuadernos de Don Rigoberto. A eso me refiero cuando le digo que Mario hizo buena literatura hasta el ’93. No quiero repasar los títulos de las obras que ha publicado desde entonces, aunque unas fueron mejor logradas que otras. Quizá la suspicacia para narrar el Santo Domingo de Trujillo resultó persuasiva para muchos, o la vida de Flora Tristán. Pero convengamos que su Niña Mala viajando por el mundo es más una novela de folletín. Lo cierto es, Julia, que son estas novelas y el Mario de los últimos veinte años, lo que me impulsa a escribirle esta carta.

El premio regresa a esta esquina de la lengua después de veinte años. En 1990 lo recibió Octavio Paz, en el ’89 Camilo José Cela, pero a mí el Nobel de Mario me recordó a Gabriel García Márquez. Quizá porque los dos pertenecieron al mismo campo literario que puso a las letras latinoamericanas en un radar de consumo más amplio. Quizá también por la mezquina idea de que finalmente a Mario le llega el momento de revancha. Y aquí va a tener que perdonarme, Julia, por la imprudencia, pero ¡qué diferencia, querida! No hablo de la calidad narrativa, porque para serle honesta, y aunque a los suecos les suene a sacrilegio, los premios no reconocen solamente calidad. Si así fuera, tardaríamos años elaborando reclamos de imperdonables olvidos y extremas generosidades. Así que dejemos eso de la neutralidad de lado.

La diferencia de la que hablo, querida Julia, es la de los tiempos que corren. Cuando le dieron el premio a García Márquez en 1982, todavía teníamos fe. Celebramos la celebración de Macondo porque sentíamos la necesidad de que terminaran los regímenes autoritarios, porque aunque habíamos dejado de creer en Cuba, Nicaragua nos había nacido; porque la violencia que azotó a Macondo venía de verdugos identificables, y porque creíamos que el tiempo de esos verdugos llegaría pronto a su fin. El premio fue una señal de que esa fe tenía sentido. Sí, Julia, sé que usted me dirá que al describir así la celebración del premio confieso ser una hereje en el sagrado territorio literario, y lo admito. Es la malsana tendencia a idealizar el pasado, pero le confieso, Julia, que en esos años hasta creía en la ecuánime objetividad de los jurados y la sabia neutralidad de la Academia.

Ahora son otros tiempos. Ya no tengo la misma fe y, para serle honesta, mi reacción cuando escuché que su ex recibía el premio que él tanto ha codiciado, fue de perplejidad. Me alegré, sí, pero no por las razones que nos dan los periódicos, los críticos literarios, las instituciones, esos discursos del reconocimiento a la lengua castellana; del tributo a la gran narrativa latinoamericana, o específicamente a la peruana. No. Todas esas colectividades a las que se pertenece o no no hacen que se pueda sentir el premio como propio. Lo que hace que un premio sea compartido son lo ideales. Por eso es que este Nobel es de Mario Vargas Llosa y de nadie más. Y si hubo alegría en mí, fue por él.

Julia, el mundo ideal de su ex, sobre el que escribe con asiduidad en El País, y para el que reclama la expansión de libres mercados, la privatización de los servicios, criticando las acciones de los estados, es muy distinto al mundo al que yo aspiro. El celebra la expansión económica de Perú sin reconocer los enormes costos sociales, sin mirar los escombros de una memoria resquebrajada ni la herida traumática en la gente por tanta muerte impune que dejó la guerra contra el terrorismo. En ese mundo de Mario, querida Julia, los premios sólo pueden ser individuales. Ese es el motivo que no me permite celebrar con euforia a su Escribidor. Créame que reconozco en usted el tesón, y en Mario el trabajo prolífico y sesudo, digno de muchas distinciones. Pero para que yo pueda celebrar ese premio como he celebrado otros, tendría que sentirlo un poco mío, y no puedo.

Supuse, querida Julia, que a usted, por razones distintas, le pasaba lo mismo y por eso decidí escribirle. Usted, como ex esposa de Mario, yo como su lectora, tenemos en este momento algo en común. Pero ya la he abrumado bastante. Le pido disculpas si en algo la ofendo, o si he sido imprudente. Le he escrito con la vehemencia de quien necesita compartir inquietudes. Si en algún momento decido brindar por Mario y por ese galardón que ha recibido, pensaré en usted, Julia, en esa mano de mujer sabia que lo ayudó a convertirse en el gran escritor que es.

Con profunda admiración,

Gabriela Polit Dueñas

Universidad de Texas, Austin

Tomado: Página 12

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