18 dic 2010

Una mujer con muchas mayúsculas


María Esther Gatti y Mariana Zaffaroni
No me sorprendió su deceso. A poco más de un mes para cumplir 93, el curso irreversible de la vida indica el final próximo. Lo que sí se despertó en mí es la evocación de tantos recuerdos que hoy quiero compartir con los lectores de EL ECO, ese eco que se sigue sintiendo aquí y allá como el andar de esta mujer, María Esther Gatti, que a pesar de su muerte no cesa.

No debe haber dolor semejante entre los seres humanos que el de una madre que pierde a su hija, su única hija. Eso sucedió en setiembre de 1976 cuando las fuerzas militares coordinadas de Argentina y Uruguay, hicieron una segunda arremetida contra la militancia resistente organizada, en este caso, en el Partido por la Victoria del Pueblo, acertándole un nuevo golpe brutal que se llevó decenas de hombres y mujeres. Entre ellos una pareja joven, muy joven, como todos nosotros: Jorge Zaffaroni, el charleta para sus compañeros, y María Emilia Islas, Emi, junto a su hijita Mariana.

Una vez, en un caluroso diciembre de 1975, la tuve en mis brazos y hablamos con Emi de muchas cosas. Mariana había nacido en marzo y para los que andábamos de un lado para otro, entre reuniones y planes de resistencia, tenerla allí para calmar un poco su llanto, seguramente provocado por el calor húmedo de aquella ciudad ocupada de guerra, era, sin duda, un regocijo.

Cuando ellos desaparecieron yo ya andaba en Europa. Casi inmediatamente después de las primeras víctimas de esa práctica engullidora y aberrante, la solidaridad comenzó a oírse por todo el mundo. El drama se hizo continental. La búsqueda también. En esas vueltas nos vimos con María Esther en Caracas en 1981. Se hacía un nuevo encuentro de FEDEFAM, la Federación de Familiares. Ella no era la única, pero las mujeres que habían viajado desde Montevideo con ella, estaban unidas por el vigor, la entereza y la voluntad inquebrantable de luchar hasta saber de sus hijos, de sus esposos, de sus nietos. María Esther no hablaba mucho, pero cuando lo hacía era aguda y certera. Después nos vimos en 1984, en Buenos Aires, y se volvía inminente la aparición de Mariana. María Esther no estaba sola, claro. Nosotros, con ella al lado, tampoco. Nos transmitía fuerzas, decisión, entereza, a veces humor. Mariana apareció, era la niña peinada con colitas, pero luego volvió a desaparecer y otra vez, ahora hacia Paraguay. Y la cosa que ya había andado una década, en realidad recién empezaba. Porque María Esther tenía que ayudar a que aquella jovencita reconstruyera toda su vida, su pasado, sus orígenes, sus progenitores, y no fue fácil. Pero María Esther, firme, dura, extremadamente tierna y sensible detrás de sus ojos claros, hizo lo que se debía hacer: decir la verdad, mostrarla en toda su amplitud, buscando acercamientos. Una vez a solas, en su casa de Colón, conversando sobre lo de siempre, ella me dijo que lo que tenía claro era que debía seguir hasta el último aliento de su vida. Y eso hizo.

María Esther, maestra de profesión y de la vida, orgullo para las mujeres y los hombres de nuestro pueblo, debería ser tema para hacer su biografía junto a la de otras tantas de su temple. Haber estado cerca de ella, de ellas, a muchos de nosotros nos ha motivado a tratar de ser mejores. Hay muchas maneras de rendirles homenajes. Quizá en estos tiempos la forma más inmediata sea eliminar de una vez y para siempre la Ley maldita que desiguala personas, que exculpa delitos horrendos, que le dice al futuro que se pueden volver a cometer, que llena de olvido y de mentiras para que no se sepa la verdad y muera. Pero María Esther, además, puede ser homenajeada de otra forma trascendental: que se la conozca, que se sepa de ella, que se divulgue su vida que nos dice que en este mundo de frivolidad, de solapadas claudicaciones, de “no te metás”, “no es cosa tuya” y “es lo que hay, valor”, ella mostró profundidad ética, rectitud de convicciones, inmensa solidaridad y el ejemplo que muestra hasta el último momento que este mundo puede ser diferente, mejor, para todos, especialmente para los chiquitos, como sus biznietos, que están esperando tanto de nosotros.



Ignacio Martínez

Tomado: elecosemanario.com.uy

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