27 feb 2011

Gaddafi resiste cruelmente, pero esta revolución árabe democrática dista de haber concluido


Pintura: Paul Klee

El mundo tiene aún que fijar un término convenido para los grandes acontecimientos que se desarrollan por todo Oriente Medio. Andaba yo en lo profundo de la campiña francesa, perdido y con el Servicio Internacional de la BBC que se iba y venía en la radio tarde por la noche y temprano por la mañana durante su ultimísima e impresionante fase egipcia. Pero pronto me persuadí de que la designación que le adjudicó en un artículo de Le Monde Gilles Kepel, el conocido especialista en fundamentalismo islámico, se demostraría tan capaz de compendiarla con precisión como la mejor. Él la denominó la "revolución democrática árabe".

Es indudablemente, globalmente árabe. En el momento en que en un país árabe, Túnez, prendió la chispa, se encendió un fuego, un contagio, en el que todos los árabes al instante depositaron su esperanza –y sus engendradores misteriosos en su origen parecen haberlo comprendido o incluso planeado- de que se extendiera a toda la "nación árabe". Todos se reconocieron en las aspiraciones del pueblo tunecino, y la mayoría parecían verse poseídos por la creencia de que si un pueblo árabe podía alcanzar lo que todos habían ansiado durante largo tiempo, también podrían los demás.

Va de suyo que es evidentemente democrática. A buen seguro, otros factores, sobre todo los socioeconómicos, la han avivado enormemente, pero la concentración en este aspecto singular, la práctica ausencia de otros lemas de facción o ideológicos ha sido llamativa. Ciertamente, tan llamativa que dicen ahora algunos, este surgimiento de la democracia como ideal y fuerza políticamente movilizadota equivale nada menos que a una "tercera vía" en la historia árabe moderna. La primera fue la del nacionalismo, nutrida por la experiencia del dominio colonial europeo y todo su legado, desde el desgüazamiento de la "nación árabe" a la creación de Israel, y la continuada voluntad posterior de Occidente de dominar y configurar la región. La segunda, que consiguió verdadero poder sólo en el Irán no árabe, fue el "Islam político", nutrido por el fracaso del nacionalismo.

Y es doblemente revolucionaria. Primero, en la conducta misma de la propia revolución y la absoluta novedad y creatividad de una juventud apolítica y con estudios, la cual, merced a disponer de la Red como herramienta, la encendió. En segundo lugar, y más convencionalmente, en la profundidad, la escala y lo repentino de la transformación dentro de un vasto orden existente que parece manifiestamente destinado a quebrarse.

Árabe, sí, pero no el sentido de que los árabes vayan otra vez por su lado. Todo lo contrario. Ningún otro conjunto político ha hecho alarde durante tanto tiempo de una colección tal de dinosaurios, esos empedernidos supervivientes de una era anterior, totalitaria, ningún otro se perdió las oleadas de "poder del pueblo" que barrieron el imperio soviético y los despotismos de América Latina, Asia y África. Al congregarse por fin en torno a este valor hoy universal pero esencialmente occidental llamado democracia, se reincorporan de hecho al mundo, poniéndose al día con la historia que les había dejado atrás.

Si fue en Túnez donde la celebrada "calle árabe" se movió primero, el país que -aparte del que a cada uno le es propio- esperaban los árabes de todas partes que se moviera a continuación fue Egipto. Eso sería equivalente a una garantía virtual de que terminaría por llegarles a ellos. Pues, siendo el más fundamental, populoso y prestigioso de los estados árabes, Egipto fue siempre un modelo, a veces un gran agente del cambio, para toda la región. Durante la época nacionalista, después de que el presidente Nasser derribara la monarquía en 1952, fue cuando desempeñó de un modo más espectacular ese papel. Pero en un plazo más largo y tranquilo, fue también progenitor principal, gracias a la creación de los Hermanos Musulmanes, del "Islam político" que hoy conocemos, incluida – tanto en su base teórica como substancialmente en su personal– la yijad global y Al Qaeda que iban a convertirse en sus descendientes pervertidos y fanáticos.

Pero en tercer lugar, y con la máxima actualidad, fue también el primer y más influyente ejemplo de aquello de lo que, casi sesenta años más tarde, trata la revolución democrática árabe. Nasser buscaba la "auténtica democracia", que juzgaba la más indicada para las metas de su revolución. Pero, a despecho de todos sus arreos democráticos, la suya fue en realidad una autocracia dirigida por los militares, si bien populista, desde sus mismos inicios; con los años sufrió enormes cambios de ideología, política y reputación, pero reteniendo siempre sus estructuras básicas, degeneró a un ritmo constante en esa versión empeorada, artrítica, profundamente opresiva e inmensamente corrupta de su yo original que presidía Hosni Mubarak. Con variantes locales, el sistema se repetía en la mayoría de las autocracias árabes, especialmente en aquellas antaño revolucionarias como la suya, pero también en las monarquías tradicionales más antiguas.

Y efectivamente, la "calle" de Egipto se movió con presteza y de un modo en nada parecido a la forma salvaje y violenta que siempre tienden a imaginar las mentes preocupadas. Como expresión amplia y manifiestamente auténtica de la voluntad popular, cumplió un primer estadio crucial de lo que seguramente figura como uno de los alzamientos más ejemplares y civilizados de la historia. Los egipcios se sienten renacidos, el mundo árabe tiene de nuevo a Egipto, "madre del mundo", en la más alta estima. Y finalmente – después de muchas astutas evasivas mientras esperaban a ver si el faraón, pilar máximo durante treinta años de su Oriente Medio, había caído de verdad – el presidente Obama y otros les otorgaron el tributo oficial de Occidente.

Estos aplausos suscitan la gran pregunta: si los árabes se reincorporan ahora al mundo, ¿qué significa esto para el mundo? La adopción de un valor fundamentalmente occidental, ¿los hará naturalmente receptivos a las políticas o recomendaciones occidentales? Probablemente no. La democracia misma, por no hablar del resentimiento árabe por el prolongado historial de sostén de Occidente al viejo orden despótico, influirán en su contra.

Hablando en términos prácticos, la "tercera vía" de los árabes sólo significa que la democracia, un concepto político neutral en si mismo, servirá a partir de ahora de entrada para la conducción de su política. No significa suplantar a las primeras dos vías. Pues las políticas de estas dos no pueden sino persistir en la tercera. El islamismo, gran pesadilla de Occidente, seguirá ahí. Un orden democrático encontrará que es imposible, por si mismo o en nombre de otros, hacer lo que hizo Nasser en el orden despótico: ejecutar a algunos dirigentes de los Hermanos Musulmanes y reprimir severamente a sus partidarios. Está destinado a darles acomodo, cediéndoles abierta y electoralmente su verdadero peso en los asuntos árabes, junto al de otros movimientos que compitan con ellos.

El nacionalismo, antaño la otra pesadilla de Occidente, será uno de ellos, y muy probablemente, dado el papel no precisamente glorioso de los Hermanos Musulmanesen la rebelión, ganará algo del terreno que comenzó a perder seriamente frente a los islamistas tras la demoledora derrota árabe de 1967.

Un elemento clave, quizás el elemento clave de las estrategias norteamericanas en Oriente Medio, profundamente dañadas, se ha centrado siempre en el conflicto árabe-israelí. Disponiendo islamismo y nacionalismo, por no mencionar a otras fuerzas políticas, de libertad de expresión, la democracia egipcia no querrá, no puede seguir desempeñando el papel, –absolutamente servil, si no francamente propio de traición, para muchos ojos árabes – que Mubarak llevó a cabo en nombre de EE.UU. e Israel. Queda por ver todavía qué importancia tendrá esta particular divergencia egipcio-norteamericana. Pero la mayoría de los israelíes lo consideran ya una calamidad en proceso de formación, con la irónica consecuencia de que "la "única democracia de Oriente Medio" a su manera es ahora la que encabeza alos que proclaman que nunca debería haber habido democracias para los árabes,

Pero todo esto es mirar al futuro. De momento, las cuestiones candentes se centrarán en dónde va a brotar la siguiente revolución árabe. Aunque la Europa de 1989 es el precedente más obvio, puede que los reyes y presidentes no caigan como el dominó que acabó con los Honecker y Ceausescu. Y tras Ben Ali y Mubarak, puede que no caigan otros de un modo tan fácil o tan bonito. Eso resulta ya patente en los dos últimos episodios, los más dramáticos, de la incesante turbulencia prodemocrática que ya agita a una buena media docena de países árabes. La monarquía de Bahrein, de doscientos años de antigüedad, puede que haya dado marcha atrás en un intento de diálogo y reconciliación, pero este régimen de minoría suní, que forma una piña, ya ha demostrado de qué tenacidad y dureza puede hacer gala frente a un levantamiento de su mayoría chií. Por lo que respecta a Libia, no puede haber muchas dudas de que, enfrentado a un levantamiento en su contra, el coronel Gadafi, el más cruel y caprichoso de los dictadores árabes, intentara hacer, a lo grande, lo que ha proclamado siempre que haría con cualquier opositor a su Gran Estado de las Masas Árabe Libio Socialista del Pueblo, (que ha durado 42 años) que consiste en "cortarlos en pedazos".

Pero la mayoría de los regímenes son candidatos. Entre las pocas excepciones probables, quizás la más importante, y desde luego la más apta, se cuenta el Líbano, al que ahora he regresado. Siempre turbulento, siempre el más expuesto de los árabes a las consecuencias de lo que hacen otros árabes, podría parecer que está lógicamente destinado a ser el primero en desaparecer. Pero no es el caso: sobre todo porque, ejemplo único en la región, ha sido siempre una suerte de democracia.


David Hirst ha sido uno de los grandes corresponsales británicos y europeos en Oriente Medio, al estilo de Robert Fisk para The Independent de Londres o Tomás Alcoverro para La Vanguardia de Barcelona. Jubilado en la actualidad, trabajó en la región para The Guardian entre 1963 y 1997. Es autor de varios libros sobre el mundo árabe, como The Gun and the Olive Branch y Beware of Small States: Lebanon, Battleground of the Middle East.

David Hirst. Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

Tomado: Revista Sin Permiso.info

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