“La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de los seres humanos, en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos son ‘universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto’.” (Pontificio Consejo Justicia y Paz. Año 2005)
En La Nación del miércoles 8 del corriente, el ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti, ante quien tuve el honor de representar a mi gobierno durante dos de los más de diez años en que serví como embajador en el Uruguay, nos expone una versión de la historia reciente de su país bajo el sugestivo título de “Los peligros de falsificar el pasado”. No quiero aquí cuestionar esa interpretación. Ya lo han hecho con más autoridad muchos compatriotas suyos. Quiero exclusivamente referirme a un párrafo de su nota que, por su carácter taxativo, reclama una réplica. Dice Sanguinetti: “Demasiados desafíos nos acucian como para seguir revolviendo cenizas. Un pueblo que no sabe perdonar se arriesga a repetir su pasado. Como entidad nacional, lo ha sabido hacer Uruguay, que incluso ha ratificado con su voto, por dos veces, la amnistía a los militares”. Desgraciada la metáfora con la que lo inicia. No se trata, Dr. Sanguinetti, de “revolver cenizas”, sino de hallar las de aquellos asesinados sin tumba, clausurando así el atropello criminal que se sigue perpetrando al violar una de las más ancestrales (exclusiva) conductas del género humano, cual es la de enterrar y honrar a sus propios muertos. Ningún desafío del futuro puede dejar impaga esta deuda con el pasado, salvo que se legalice la impunidad. Me ha tocado participar en Montevideo por lo menos en diez oportunidades de la dolorosa recordación de “La Noche de los Cristales Rotos” (Kristallnacht). Casi siempre se hallaba presente el ex presidente. Nunca le escuché, ni tampoco leí, una recomendación suya dirigida a la comunidad judía proponiendo no “revolver las cenizas” y mucho menos la afirmación temeraria de que “un pueblo que no sabe perdonar se arriesga a repetir su pasado”. Pero vayamos al perdón. Como bien lo sabe el presidente Sanguinetti, el concepto del perdón es hijo del cristianismo. Hasta entonces la venganza en lo individual y la muerte o la esclavitud en lo colectivo eran las consecuencias de las ofensas o de las derrotas militares. Pero el perdón para los cristianos no es un acto gratuito y mucho menos puede ser impuesto por voluntades extrañas a las propias víctimas. El 15 de mayo de 1999, el entonces obispo de Morón, Justo Laguna, decía que el perdón supone “el arrepentimiento claro y expreso, el arrepentimiento desde luego interior, pero también exterior. Todo el que comete un delito está absolutamente obligado a arrepentirse de lo que ha hecho”. Ni en la Argentina, menos en el Uruguay, los responsables del terrorismo de Estado han manifestado arrepentimiento alguno por las atrocidades cometidas. Peor aún, dos meses atrás, asistimos estupefactos a la repugnante reivindicación de ese terrorismo, que Videla y Menéndez hicieron ante el tribunal que en Córdoba los condenó a cadena perpetua. En Uruguay, sólo días atrás, un militar detenido hizo declaraciones públicas reivindicando los secuestros, las torturas y las desapariciones y un numeroso grupo de oficiales retirados lanzó frases amenazantes ante las investigaciones que tramita la Justicia. Sería interesante que el Dr. Sanguinetti nos explicara cómo se puede perdonar a quienes hacen gala de tanto nihilismo y contumacia. Cómo perdonar a quienes reivindican el horror y amenazan con repetirlo. Conviene agregar que para que el perdón sea factible la doctrina cristiana exige dos requisitos más: la reparación del daño causado en toda su extensión posible (restitutio in integrum) y el firme compromiso de no repetir la ofensa.
Finalmente, con respecto a la ley de amnistía que según Sanguinetti ha permitido a los uruguayos superar el pasado, dada su ratificación en dos plebiscitos (el último con un 48 por ciento de votos en contra) cae el ex presidente en un grave error conceptual. Los derechos humanos y sus violaciones no son objeto, ni responden, ni se subordinan a la voluntad de mayorías circunstanciales por muchas que sean las veces que ésta se manifieste. El bien jurídico protegido es la dignidad suprema del hombre y su derecho inalienable a la justicia cuando ésta es avasallada. No hay ley que merezca llamarse tal si ampara su violación o deja sin castigo a sus responsables. En este sentido, me permito recomendarle la lectura completa del magnífico trabajo publicado por La Nación en su edición del 31 de agosto de 2005, firmado por el ex juez de la Corte Suprema de Justicia Argentina Gustavo Bossert, que en uno de sus párrafos textualmente dice: “Los crímenes que a lo largo de la historia se han cometido usando el aparato estatal (son)... crímenes de lesa humanidad, que no pueden beneficiarse ni de la prescripción ni del perdón ni aun bajo amnistías encubiertas, y deben, en cambio, permitir a las víctimas y dar lugar, entonces, a un juicio justo”.
Al contrario de lo que expresa el ex presidente, si un pueblo perdonara sin que sus victimarios reconocieran sus delitos, se arrepintieran públicamente de ellos, buscaran repararlos y asumieran el compromiso de no repetirlos, lo que haría, aunque circunstancialmente lo ignore, es hipotecar su futuro en garantía de un pasado que no ha sido capaz de resolver a través de la verdad y la justicia.
Hernán Patiño Mayer
Ex embajador argentino en Uruguay.
Tomado: Página 12.com.ar
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