29 mar 2012

“Entré en la cárcel siendo un niño. Hoy no sé lo que soy”


Soldados israelíes detienen a un menor palestino en Shuafat, en 2012. /Activestills

Bajan en 2011 las detenciones de menores palestinos por parte de Israel, de 3.470 a 2.301 niños, pero no mejoran las condiciones del arresto

Cuatro ONG y Unicef constatan en sus informes el "efecto devastador" sobre los chavales y su entorno, tras la violencia a la que son sometidos

La ACRI denuncia golpes con culatas de armas, duchas de agua fría, aislamiento en celdas minúsculas, falta de abogado...

Sin sus padres, sin sus abogados, sin derecho a asistencia social, sin comer, sin dormir, sin cargos concretos, sin traductor. Pero sí con golpes, con amenazas, con nocturnidad, con prisas, con arbitrariedad. Así se produce gran parte de las detenciones de menores palestinos por parte de la Policía israelí, según los informes elaborados por Save The Children, Defence For Children International, B´Tselem y la Asociación de Derechos Civiles de Israel (ACRI), avalados por Unicef, el organismo de Naciones Unidas de asistencia a la infancia. La estadística ha mejorado en el último año, pasando de los 3.470 chavales puestos bajo custodia en 2010 a los 2.301 con que cerró 2011 (1.169 menos), pero las condiciones del arresto siguen siendo las mismas. Los abusos “sistemáticos” y las “torturas” se perpetúan. Hoy hay 170 menores palestinos en las prisiones de Israel.
“La detención tiene un impacto devastador sobre los niños, sus familias y sus sociedades”, afirma Eyad al Araj, asesor de programas de Save The Children. Es el fruto del maltrato y la incertidumbre. El 98% de los chavales, sostienen los informes, asegura que ha sufrido algún tipo de violencia, sea verbal o física, mientras nueve de cada diez termina saliendo libre sin saber siquiera de qué delito era sospechoso. El seguimiento médico que estas ONG hacen a los niños demuestra que más del 90% de ellos acaba desarrollando estrés postratumático, que se manifiesta en ataques de ansiedad y pesadillas, sobre todo. “Unos mojan la cama, otros se niegan a salir de su casa por miedo a ser detenidos de nuevo, algunos hasta se esconden para no ir al colegio. Terminan siendo adolescentes mutilados socialmente, excesivamente tímidos, sobreprotegidos por sus familias, incapaces de afrontar la vida con naturalidad de puro pánico”, resume Agnes Morgan, voluntaria que asiste a los chicos (mayoría casi absoluta) a su regreso a casa.

La mayoría de los menores son interrogados por haber lanzado supuestamente piedras contra miembros de la seguridad israelí o alguno de sus intereses (carreteras, vehículos, colonos). Saudami Siegrist, a cargo del programa de protección a la infancia de Unicef en Palestina, denuncia que a todos ellos, incluso a los menores de 12 años, se les juzga en un tribunal militar. “En ningún otro lugar se juzga de forma sistemática ante estos tribunales, tan inadecuados para la protección de los derechos de un niño”, explica. El motivo es que se aplica la “excepcionalidad terrorista” de forma generalizada, “agravando sin dar pruebas el posible delito” y entrando en las casas “arrestando a jóvenes sin orden expresa y sólo aludiendo a la sospecha, elevada a rango legal”, abunda.

En las Fuerzas Armadas de Israel se está empezando a producir un giro y ya, públicamente, asumen que hay “numerosas quejas” sobre las detenciones de menores de 18 años y, por eso, van a “revisar” el tratamiento que se les da durante el arresto y el encarcelamiento posterior. La respuesta, dada hace unos días a la agencia Reuters, es “insuficiente” para los cooperantes pero es insólita en la política israelí. Pese a ello, portavoces como Arye Shalitar siguen poniendo matices. “Tirar piedras es un delito grave, hay que recordarlo. Es una acción que puede causar heridas o muertes. Recuerdo un caso: en septiembre, Asher Palmer y su bebé murieron cerca de Hebrón por el ataque de jóvenes con piedras tiradas a mano o con potentes tirachinas. Siempre se habla como si las IDF y la Policía fueran deteniendo niños porque sí, pero hay que entender la potencialidad del peligro y la violencia que a veces emplean estos jóvenes“, argumenta.

Estadísticas y réplicas aparte, quedan las historias, las de los más de 8.000 niños detenidos en lá última década, 700.000 desde el final de la Guerra de los Seis Días (1967). Casos como el de Odai, 11 años, de Abu Tor, en Jerusalén Este, que cometió el error de echar a correr con su burro al ver a una patrulla de soldados cerca del asentamiento próximo de Har Homa. Fue hace casi cinco meses. “Vinieron a por mí y me pillaron. Eran tres soldados. Decían que yo había tirado piedras con más gente. Yo les dije que no. Había estado toda la mañana con mi hermano Hazem porque mi madre [viuda desde hace dos años] estaba trabajando. Yo no había sido, pero me metieron en el coche igual”. Es lo único que Odai cuenta con excitación y urgencia. Luego se detiene, busca apoyo en su madre, Ruba, y prosigue con gravedad. Fue trasladado a la comisaría del Russian Compound, donde se ubica una de las cárceles más antiguas de la ciudad. “No me dio tiempo a avisar”, se queja.


Su madre encontró la casa en silencio y al pequeño Hazem con la vecina, llorando. No tenía ni idea de lo que había pasado con su primogénito. Tras muchas rondas por el barrio, alguien le dio pistas de la redada, empezó a preguntar en las comisarías y dio con él. Hacía más de seis horas que el niño estaba encerrado, sin asistencia letrada y sin aviso a sus allegados. Mientras, le fueron preguntando por el ataque a pedradas, que Odai negó siempre, y luego derivaron la conversación sobre si él sabía de otroc chicos del barrio que sí que hubieran lanzado piedras. No quiso hablar. Entonces le ataron las manos a la espalda y le taparon los ojos. Así estuvo “un rato largo”. Volvieron a preguntarle, y esta vez le preguntaban con nombres por delante, los de sus primos y sus amigos. No habló. “Me cogieron del pelo fuerte, me acercaban la cabeza a una pared, pero no me dieron fuerte”, susurra. Su madre esperaba fuera, en la calle, sentada en un bordillo. Tras 17 horas de encierro, el chaval salió. No hubo cargos, ni acta de su interrogatorio ni explicaciones a Ruba. “Mi hijo es afortunado. Otros han pasado más. Pero le dura el miedo y quiere venir conmigo a todos lados. Es un niño bueno y no está acostumbrado a que lo maltraten”, lamenta. “Iba para hombrecito fuerte y ahora es más niño que Hazem”, dice bajo, para que Odai “no llore”.

Los informes desvelados estos días, realmente, incluyen casos más sangrantes. Como el de Abdullah, de 12 años, que no había tirado piedras, pero sí su hermano, Kamal, de 15. El adolescente escapó de la patrulla escondiéndose por su barrio (el Monte de los Olivos jerosolimitano) y los agentes pillaron al más pequeño “para que hablara“. Como no cantaba, al día siguiente la Policía fue a la escuela a por el menor de la familia, Mohamed, de 9 años. Lo sacaron del aula a golpes y, al intentar subirlo en un jeep, se resistió. Entonces le rociaron gas para inmovilizarlo. Lo tiraron al suelo del coche y lo registraron “por si llevaba piedras“, reza el dossier de B´Tselem. Lo llevaron con su hermano. Los interrogaron conjuntamente más de una hora; fue el primer encuentro. Luego les hicieron preguntas, siempre sobre el hermano mayor, otras cuatro veces. Denuncian bofetadas y pellizcos. Que les quitaron la ropa de abrigo, y era enero. Que no les dieron de comer, y estuvieron en comisaría casi 35 horas. Uno de ellos se orinó encima del miedo y no pudo ir al baño a lavarse. De pronto, sin haber visto a padres ni letrados, se los llevan a ver al juez. Les impone 250 shekels (unos 50,5 euros) de multa a cada uno y 14 días de arresto domiciliario. Se desconocen los motivos. El pequeño Mohamed sigue teniendo pesadillas y manía persecutoria, casi un año después del arresto.
El ACRI desvela golpes con culatas de armas, duchas de agua fría, aislamiento en celdas minúsculas, presiones para que los niños firmen documentos en hebreo para poder irse libres, sin explicarles lo que dice, cuando esos delitos “nunca” son borrados, como sí ocurre con los de los menores israelíes. “Ya tienen toda su vida la amenaza constante de sumar más cargos si no cooperan o delatan a otros”, reza el informe. En los interrogatorios más extremos, “se aplican golpes en el rostro o abdómen, privación de sueño, pinchazos de agujas en las manos, piernas y pies, amenazas de violencia sexual o abuso explícito“. Así, indican los expertos, se logra una confesión rápida.

“Siempre les digo a mis hijos que tienen que ser patriotas en este entorno político, que tienen que servir a su tierra pero para ello no necesitan piedras. Lo que yo quiero para mis hijos es que defiendan su patria de una forma no violenta”, relata Tamer, un albañil de Taybeh, en Cisjordania, padre de cinco hijos (cuatro niños, una niña). Uno de ellos, Attia, fue arrestado con 17 años durante una manifestación contra colonos que cortó la carretera a Nablus, bordeada de asentamientos. Aún está en prisión, allí lleva cinco meses largos. Tiene que cumplir tres meses más, por daños causados a la vía. No se le ha aplicado la ley del menor, como a los demás. Padre e hijo se han visto dos veces, de lejos, en la corte de justicia. No han podido abrazarse. El adolescente no tiene visitas admitidas. No ha recibido educación, imposible acabar el instituto a tiempo. Y eso que no era mal estudiante del todo. Debe llevar el uniforme marrón de los presos, como los adultos, con los que comparte celda, cubículos de 7 por 3 en los que la infancia se disuelve. “Entré siendo un niño. Hoy no sé ya qué soy”, dice Attia en una carta extractada por Save The Children. “Les roban la humanidad”, denuncia su progenitor, “y seguirá ocurriendo mientras dure la ocupación”.

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