11 ago 2008

El comercio de las Olimpiadas




Marcos Roitman


Pekín 2008 continúa la saga inaugurada en los años 80 del siglo XX. Si recordar es un ejercicio intelectual de mal gusto para los pragmáticos del deporte de competición, las Olimpiadas constituyen el mejor ejemplo del abandono de los referentes éticos y la llegada del deporte mercancía en su más alta expresión. Celebrar Olimpiadas constituye una orgía para el comercio de las grandes marcas deportivas y un escaparate de los deportistas profesionales atiborrados de dinero cuyos domicilios fiscales están en Andorra, Suiza, Mónaco o Islas Caimán. Los mismos que gozan de becas de alto rendimiento y se preparan a costa del erario mostrando su patriotismo en momentos de las Olimpiadas o la Copa Davis. Todo cambia de sitio. Rafael Nadal, Federer, Messi, Sastre, Contador, Gasol, Ronaldinho, son profesionales sin espíritu olímpico, salvo el atribuido simbólicamente para cuantificar el medallero de sus respectivas delegaciones nacionales. Los principios abandonan las causas. Ello sucede en todo los órdenes de la vida. Por ejemplo, el camino de Santiago Matamoros. En sus orígenes buscó contrarrestar la fuerza de El Corán y el peregrinaje a La Meca. Santiago desenfundó su espada, cortó cabezas y degolló infieles. Una reconquista para la Iglesia. Hoy, el camino de Santiago lo realizan agnósticos, ateos, católicos, cristianos, protestantes, judíos, incluso algunos musulmanes. Se puede iniciar desde cualquier parte del mundo. Es un viaje turístico que transita entre hoteles, paisajes, comidas, buenos vinos, sexo, fotos y recuerdos de viaje. La ruta se hace en función de la Xunta de Galicia y el papado anunciándose en los medios de comunicación social como tours en función del número, edad, del tiempo disponible, el país, el acercamiento a la fe, lo que otorga prioridad en alberges y rango compostelano. Eso sí, hay que llegar, besar el santo y entrar en la Catedral.


En las Olimpiadas de 2008 ocurre algo parecido, todo está decidido de antemano. Los patrocinadores sacan sus cuentas para rentabilizar sus inversiones. Los fabricantes de estampitas están pensando en su agosto. No pueden fallar. Los atletas tienen que cumplir con las expectativas. Incluso deberán producirse descalificaciones por dopaje y alguna que otra anomalía. Las luchas por los derechos humanos y la crítica a China entran en lo previsto, nada está fuera del guión. Incluso algún deportista podrá ser increpado por declaraciones sobre el Tíbet. Para las grandes marcas deportivas, los atletas son un portaestandarte de sus últimas creaciones. En definitiva, un pie, una mano, un torso, una cabeza o un muslo. Constituyen un maniquí donde exhibir la moda. Incluso algunos irán firmados por alta costura. Jugadores tendrán su propia línea. Gorra, camisa, sudadera, muñequera, calzoncillo, pantalón. Ellos se presentan como un producto. Se venden, ganen o pierdan. En las Olimpiadas se mide el caché, del cual obtienen y se reparten beneficios. Para todos aquellos que pululan a su alrededor, cada uno de ellos desea llevarse una parte. Pero el maniquí, en medio de esta vorágine, se siente un profesional de los pies a la cabeza. Un ser con talento natural, dotado físicamente, cuyo trabajo y constancia lo llevan a transformar su cuerpo en un objeto de deseo del cual sacar provecho. Ha sido su sacrificio la razón del éxito. Horas y horas de pegarle a la pelota, lanzar la jabalina o saltar vallas. Pero en la actualidad, su actividad, su disciplina, se desnaturaliza. Sólo tiene valor de cambio, un precio, y lo pone el mercado. Él debe ser un buen negociante. Su carrera es corta. Se prepara para llegar a las Olimpiadas y ser poseedor de medalla. Las marcas deportivas deben apostar por él. Si hay suerte y su formación es adecuada, el resultado será optimo. La complicidad con los medios de comunicación asegura la audiencia en los momentos estelares. El corte publicitario preciso justo antes de iniciar la carrera de los 100 metros, tirar el penalti, etcétera. Si el deporte que practica el maniquí elegido es de masas, la pugna por conseguir la exclusiva puede ser de órdago, llamese como se llame. Las Olimpiadas son escaparates de ventas, sus participantes un producto. En esta lógica se diseña una estrategia de mercadotecnia para lograr objetivos. ¿Y el espíritu olímpico? El mercado lo engulle y lo copa todo. Un agujero negro cuyo centro de gravedad, el dinero, está en todas y ninguna parte.


Las Olimpiadas del amateurismo, creadas para mostrar facultades de los atletas, no perviven en China 2008 ni estarán presentes en Londres ni cualquiera que sea su afincamiento futuro. En los actuales juegos hay tenistas, futbolistas, yudokas, baloncestistas, nadadores profesionales, con cuentas de millones de dólares. Objetos de veneración y culto por las casas comerciales de artículos tan variados como prendas de vestir, condones, coches, bancos, empresas turísticas. Ellas se disputan sus servicios. Cuando los gobiernos de los países imperialistas deciden enviar como emisarios a los Juegos Olímpicos a profesionales cuyas ganancias superan los dos dígitos en millones de euros no hacen sino mostrar su avaricia y dejar patente cuál es su condición en el orden mundial. Y al revés, cuando otros gobiernos crápulas de países pobres los emulan y despilfarran cientos de miles de dólares en delegaciones para obtener una medalla de oro por la vía de atletas profesionales de dudosa reputación y no invierten en deporte de base es chovinismo lo que aflora. Obtener una mayor cantidad de oro en medallas es sinónimo de codicia. Pan y circo.


Bajo el espíritu de negar el carácter económico de las Olimpiadas modernas se esconde la hipocresía del Comité Olímpico Internacional. Su realidad sería diferente si se celebraran manteniendo como referente el amateurismo y se pusiese en entredicho la política neoliberal y la falta de democracia que son la base de la actual organización del olimpismo internacional. Pero pensar de esta forma es proponer otra manera de entender el deporte. Volver a competir sobre la base de mejorar la condición humana y no buscando el egoísmo individual del éxito asentado en el dinero.


Fuente: Rebelión

 

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