15 nov 2009

Yasser Arafat para siempre

René Naba con el presidente palestino Yasser Arafat en la Cumbre de los No Alineados en Harare (Zimbabue), en junio de 1988, tras el discurso en el que el líder de la Organización para la Liberación de Palestina suscribió por primera vez la Resolución 242 de Consejo de Seguridad de la ONU, que prescribía una solución global al conflicto israelí-palestino. Nada, absolutamente nada se le ahorraría a aquél a quien se denominó a veces, con razón, «el superviviente político más famoso de la época contemporánea». Y aquel Premio Nobel de la Paz, uno de los pocos árabes que ha recibido un galardón semejante, apuraría el cáliz hasta las heces. Sin embargo el líder palestino murió, el 11 de noviembre de 2004, sin haber cedido un ápice con respecto a ninguno de los derechos fundamentales de su pueblo; ni al derecho a disponer de Jerusalén como capital, ni al derecho de retorno de su pueblo a su patria de origen. Su talla, sin punto de comparación con la de su insignificante sucesor, Mahmud Abbas, un burócrata especulador sin envergadura y sin carisma, todavía atormenta la conciencia occidental, cinco años después de su muerte. La implosión política de Mahmud Abbas el 5 de noviembre de 2009, seis días antes de la conmemoración del fallecimiento de Yasser Arafat, justifica a posteriori el escepticismo del líder histórico de los palestinos con respecto a los países occidentales y lleva implícita la condena de la complacencia de su sucesor frente a la hipocresía occidental, a la vez que pone de manifiesto el servilismo de la diplomacia estadounidense y de su jefa, la secretaria de Estado Hillary Clinton, en relación con Israel. Calcinado por sus aplazamientos en el asunto del Informe Goldstone sobre Gaza y por el desaire estadounidense con respecto a las colonias, la renuncia de Abbas a un nuevo mandato presidencial aparece tanto más cruelmente patética en cuanto que ha coincidido con una hiriente lección de valor que le han asestado los jóvenes palestinos y los pacifistas israelíes abriendo, no sin riesgos, una brecha en el muro del apartheid con ocasión de la conmemoración del vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín, una acción que ha resonado como una burla a Mahmud Abbas y a Israel, un desafío a la apatía de las instancias internacionales, un regalo póstumo a Yasser Arafat, fundador de la lucha armada palestina. Repaso de una vida de lucha con ocasión de la conmemoración del quinto aniversario de la muerte de Yasser Arafat en el hospital militar de Clamart (Región de París), el hombre sin el cual Palestina habría sido borrada del mapa del mundo. I. La kufiya palestina es él La kufiya palestina es él. Su retrato con gafas negras y kufiya en la portada de la revista Time a raíz del primer hecho de armas palestino contra el ejército israelí, la legendaria batalla de Al Karameh, el 20 de marzo de 1968, causó un gran choque psicológico en la opinión pública internacional y contribuyó enormemente a la toma de conciencia de la lucha del pueblo palestino por el reconocimiento de su identidad nacional. Varias decenas de fedayines palestinos, bajo el mando directo de Yasser Arafat presente en el campamento sitiado, acabaron aquel día diezmados sobre el terreno y obligaron al ejército israelí a batirse en retirada bajo la mirada impasible del ejército jordano, que durante la primera fase de la batalla mantuvo a sus tropas en el valle del Jordán. La batalla de Al-Karameh debe su nombre, por un curioso guiño del destino, al lugar del combate, Al Karameh, la ciudad donde se desarrolló este hecho de armas. Acto fundador de la lucha palestina en el plano internacional, la batalla se percibió y se vivió como «la batalla de la dignidad recuperada» en cuanto que lavaría en el imaginario árabe la traumatizante derrota de junio de 1967, al infligir a los israelíes pérdidas humanas más importantes que las que sufrieron en el frente jordano un año antes (1). Esta batalla electrizó durante mucho tiempo a la juventud árabe en su combate político y propulsó la lucha del pueblo palestino entre la juventud de todo el mundo. Por su carga simbólica, la batalla pasará a la posteridad como el equivalente palestino de la antigua batalla de las Termópilas (2), en cuanto que marca por la sangre y el sacrificio supremo el espíritu de resistencia de los palestinos y su determinación de asumir personalmente su propia lucha. Publicada por la revista estadounidense, la foto del jefe palestino hasta entonces desconocido, le lanzó a la popularidad como portavoz de la causa y símbolo de la identidad palestina. La foto precipitó la marginación de su calamitoso predecesor Ahmad Choukeiry, y al mismo tiempo propulsó a la kufiya, el tradicional pañuelo palestino, a la categoría de símbolo universal de la revolución. La kufiya, en el origen de cuadros en blanco y negro, se teñiría después de todos los colores para acabar convirtiéndose en el punto de cohesión de todas las grandes manifestaciones de protesta de todo el mundo en la época contemporánea. «Todo eso era posible gracias a la juventud, al placer de (…), de ser el punto más luminoso, el más agudo de la revolución, el más fotogénico en todo lo que hiciera, y quizá por el presentimiento de que ese mágico espectáculo revolucionario pronto sería devastado. Los fedayines (voluntarios de la muerte) no querían el poder, ya tenían la libertad», profetizaba poéticamente el escritor francés Jean Genet, uno de sus numerosos compañeros de viaje de la época, que los inmortalizó en su inolvidable reportaje sobre la masacre de los campos palestinos de Sabra y Chatila, en las afueras de Beirut (Jean Genêt «Quatre heures á Sabra-Chatila», Revue d’Etudes Palestiniennes, nº 6, invierno de 1983). En una etapa histórica árabe rica en personalidades carismáticas (décadas de 1960 y 1970): Gamal Abdel Nasser (Egipto), Hafez Al-Assad (Siria), Houari Boumediene (Argelia), Sadam Husein (Iraq) o Faisal de Arabia, muchos no perdonaron a Arafat su popularidad y su prestigio. Israel, en primer lugar y siempre, constantemente, sin descanso, ha querido neutralizar la carga explosiva de la mística revolucionaria que el movimiento nacional palestino transmitía al Tercer Mundo. En el campo árabe, el rey de Jordania, Hussein el Hachemita, fue el primero que se dedicó, en septiembre de 1970, a meterle en vereda con un espantoso baño de sangre (Septiembre Negro, N. de T.), el primero del suplicio palestino, mientras los demás países se dedicaban a limitar su margen de maniobra infiltrando en el corazón palestino, la Organización para la Liberación de Palestina, movimientos títeres, ya fósiles, como el Al-Saika pro sirio; el Frente de Liberación Árabe pro iraquí; o el Frente de Liberación de Palestina pro egipcio; o la hipocresía marroquí que compensaba el apoyo declarado a la causa palestina con una colaboración soterrada con los servicios israelíes. De todos los grandes países árabes, sólo Argelia dio un apoyo incondicional a la guerrilla palestina, «Zaliman kana aw Mazloum», sean opresores u oprimidos, según la expresión del presidente Boumediene (3). La guerra de octubre de 1973 y la destrucción de las fortificaciones israelíes de la línea Bar lev, a lo largo del Canal de Suez, mitigaron los conflictos interárabes, lo que dio un respiro a la guerrilla palestina y allanó el camino para el lanzamiento de Yasser Arafat a la escena internacional. Tomando por sorpresa Nueva York, el 13 de noviembre de 1974, Arafat desembarcó de un avión especial argelino en la metrópolis estadounidense para dirigirse, hecho sin precedentes en los anales diplomáticos, a la Asamblea General de las Naciones Unidas, presidida en la época por el brillante ministro de Asuntos Exteriores de Boumediene, Abdel Aziz Buteflika. Recientemente consagrado por sus pares árabes como portavoz exclusivo de los palestinos, el jefe de la OLP expuso la causa de su pueblo -que no existía jurídicamente- e inauguró solemnemente una estrategia que combina la lucha armada y la acción diplomática, «el fusil y la rama de olivo», según su expresión, para recuperar una patria, Palestina, borrada desde hacía un cuarto de siglo de la geografía política. En ese discurso, que resonó desde la mayor ciudad judía del mundo hasta los confines de la Península Arábiga, el dirigente palestino, diez años después de la fundación de su movimiento en El Cairo en 1964, apuntó tímidamente la posibilidad de una coexistencia judía-árabe. Arafat estaba en el cénit, secundado por la nueva potencia petrolera árabe revelada por la guerra de octubre de 1973. Gracias a la brecha abierta por la OLP, a diecisiete movimientos de liberación africanos se les reconoció el estatuto de observadores de la ONU. Cinco de ellos, en particular, la Guinea portuguesa, Angola, Mozambique y Zimbabue condujeron, algunos años después, a sus países a la independencia. La euforia duró poco. Seis meses después de su coronación en la ONU, estalló la guerra en Beirut, sombrío presagio, el 13 de abril de 1975, en la quincena de la caída de Pnom Penh y Saigón, los dos bastiones estadounidenses en Asia. Muy a su pesar, Arafat se precipitó, y después inexorablemente se enfangó, en lo que al principio sólo era una guerra entre fracciones y después se convertiría en la primera guerra civil urbana de la época contemporánea. Los coletazos de ese conflicto de proyección regional e internacional hicieron volar en pedazos, en un período de siete años (1975-1982), la cohesión libanesa, la cohabitación libanesa-palestina y la solidaridad árabe. Egipto hizo la paz con Israel y Estados Unidos vinculándose por la «cláusula Kissinger», que subordinaba cualquier contacto con la OLP a condiciones equivalentes. Una capitulación incondicional, según los palestinos. Atrapado en la tormenta, Arafat tocó el fondo del abismo, en junio de 1982 en el Beirut asediado, convertido por sus adversarios en el «foco del terrorismo internacional» y por sus partidarios en el «vivero de la oposición tercermundista». Abandonado por todos, Arafat aseguró que en su viejo santuario convertido en trinchera había percibido el «aroma del paraíso» (Rawaeh al Janna), el presentimiento del más allá. Dejó su feudo de Beirut con los honores de la guerra, pero con su exangüe organización, el movimiento de liberación más importante del Tercer Mundo, prácticamente desarticulada. Doce años después del Septiembre Negro jordano (1970), mientras los beduinos del rey Hachemita se empleaban alegremente contra los fedayines palestinos, los israelíes, por su parte, se dedicaron a una «caza de palestinos» en Beirut, importante centro de los contestatarios árabes, asediada bajo la mirada impasible de los dirigentes árabes. Por segunda vez en su vida, Yasser Arafat, gracias a sus prodigios diplomáticos y a una resistencia a toda prueba, escapó del asedio militar en el que sus enemigos querían enterrarle. Con la fuerza del capital de simpatía que acumuló en el transcurso de los 65 días de asedio, el líder palestino se lanzó entonces a la búsqueda de una nueva consagración internacional. Fue el período de la diplomacia volante. Recibido con mucha fanfarria por una asamblea de jefes de Estado árabes en Fez (Marruecos), después por el Papa Juan Pablo II, por el presidente italiano Sandro Pertini en septiembre de 1982, en los países del norte de Europa y en la cumbre de los no alineados en Nueva Delhi, en febrero-marzo de 1983 se convirtió, por instigación de Estados Unidos, en blanco de las reticencias del núcleo central de la Europa occidental: Francia, Reino Unido y la RFA que movidos, según los palestinos, por una especie de «solidaridad expiatoria» con respecto a Israel, le negaron el derecho de ciudadanía. Estados Unidos, el principal aliado de Israel en el mundo, pagó el precio más caro de de la radicalización de Oriente Próximo. En dos años, 1982-1984, la embajada de Estados Unidos en Beirut Oeste, cuartel general de los marines, y después la misión estadounidense en el reducto cristiano, fueron arrasadas sucesivamente por sendos atentados mortíferos, y la célula de la CIA en Medio oriente decapitada, lo mismo que el cuartel general de los franceses y el de las milicias cristianas falangistas. Al mismo tiempo, algunos de los principales protagonistas de la intervención israelí desaparecieron de la escena pública: Alexander Haig, secretario de Estado y su amigo el Primer Ministro israelí Menahem Begin; el jefe de las milicias cristianas libanesas, Bachir Gemayel; el oficial traidor libanés pro israelí Saad Haddad, mientras que Ariel Sharon, el artífice de la invasión de Líbano, era obligado a dimitir por su responsabilidad en las masacres de los campos palestinos de Sabra y Chatilla, en septiembre de 1982. Los supervivientes de esa hecatombe política –Arafat y el presidente sirio Hafez Al Assad, el gran vencedor del verano de 1982 fortalecido por el sofisticado armamento soviético-, se dedicaron entonces a un implacable ajuste de cuentas. La central palestina estaba sacudida por fuerzas centrífugas amplificadas por los desengaños de su líder en su política de apertura hacia Occidente y los pacifistas israelíes, de lo cual las masacres de Sabra y Chatila, en el distrito sur de Beirut, son una ilustración trágica. Primera advertencia, el asesinato de Issam Sartawi, el hombre de la apertura pro occidental; después, suceso inconcebible en aquella época, la disidencia de dos de los más fieles lugartenientes de Arafat, Abu Saleh y Abu Moussa; y más grave todavía, el líder de la OLP, hecho único en la historia, fue expulsado de Siria en junio de 1983. El movimiento se agrietaba: los guerrilleros se convirtieron en desesperados. Los palestinos dirigieron sus armas contra otros palestinos. Por tercera vez en su azarosa existencia, Arafat, como trece años antes en Amman y el año anterior en Beirut, es asediado en Trípoli (norte de Líbano), esta vez por los sirios y los israelíes. Privado desde entonces de cualquier autonomía territorial, Arafat es rescatado in extremis, por segunda vez en un año, por los franceses, que actuaron bajo cobertura de las Naciones Unidas. La prensa internacional hablaba del ocaso del líder palestino. Sin embargo, Arafat triunfó en la Cumbre Islámica de Casablanca al entreabrir la puerta del regreso de Egipto al regazo árabe islámico, de donde estaba excluido desde hacía cinco años. Desde su exilio de Túnez, a 2.000 kilómetros del campo de batalla, Arafat intentaba recoger los pedazos de lo que continúa siendo el vector de la reivindicación nacional palestina. A pesar de los buenos oficios de Argelia, Yemen del Sur y la Unión Soviética, el presidente Assad no cedió. En cuatro ocasiones en ese año, en el otoño de 1984, Arafat se vio obligado a renunciar a reunir al parlamento palestino para recibir la confirmación de su liderazgo y evitar la atrofia de la central palestina. Por miedo a escindir definitivamente su movimiento y además por no encontrar la hospitalidad de ningún país donde colocar sus escaños. Una situación paradójica para un líder antes incuestionable de una organización reconocida por ciento diez Estados. Paradójica por el propio símbolo del exilio del pueblo palestino de encontrarse a la búsqueda de un refugio para sus parlamentarios en el exilio, cruel ironía de la historia y trágica ilustración del drama palestino. Amputado de sus dos principales colaboradores, Khalil Wazir (Abu Jihad) adjunto de operaciones militares, y Abu Iyad, responsable de la inteligencia, y de su hombre de confianza, Ali Hassan Salameh, oficial de relaciones con la CIA, los tres eliminados por los servicios israelíes para matar en el origen cualquier diálogo entre los palestinos y los estadounidenses, Yasser Arafat fue objeto de un proceso de satanización que desembocaría, quince años después, en su confinamiento arbitrario por orden del carnicero de Sabra y Chatila, el general Ariel Sharon, ante la mirada indiferente de los países occidentales. La invasión de Kuwait por Iraq, en 1990, le proporcionó un respiro. En vez de alinearse en un bando contra el otro y acentuar la división del mundo árabe, Arafat optó por asumir el papel de mediador entre Sadam Husein y el rey Fahd de Arabia, seguido muy de cerca por el egipcio Hosni Mubarak encantado por su activismo belicista de recuperar el papel motor de Egipto en el escenario diplomático árabe y de justificar su función de subcontratista regional de la diplomacia estadounidense. Yasser Arafat fue marginado de la comunidad árabe e internacional, y más precisamente, de la coalición occidental, la alianza de veintiséis países occidentales y árabes fundada para castigar a Sadam por su atrevimiento con respecto a un principado petrolero, Kuwait. Arafat sólo debió su salvación al acuerdo israelí-palestino de Oslo, firmado casi a espaldas de los diplomáticos occidentales. El líder palestino, por su audacia, se vio galardonado con el Premio Nobel de la Paz el 14 de octubre de 1994, junto con los coautores israelíes del acuerdo de Oslo, el primer ministro Isaac Rabin y el ministro de Asuntos Exteriores Simón Peres. Firmado el 13 de septiembre de 1993, el acuerdo de Oslo debía conducir a la autonomía de la Franja de Gaza y la zona de Jericó (Cisjordania) antes de desembocar, cinco años después, en la proclamación de un Estado palestino. No duraría ni un año. II. El cáliz hasta las heces En 1995, Benjamín Netayahu, jefe del Likud y nuevo Primer Ministro israelí, frenó la aplicación del acuerdo, antes de vaciarlo completamente de su sustancia, ante la indiferencia de los países occidentales. En total impunidad. Fue un nuevo descenso a los infiernos para Yasser Arafat, donde el Nobel carecía de influencia frente a las vejaciones que los aliados occidentales de Israel le iban a infligir regularmente. Nada, absolutamente nada se le ahorraría a aquél a quien se denominó a veces, con razón, «el superviviente político más famoso de la época contemporánea». Y Aquel Premio Nobel de la Paz, uno de los pocos árabes que ha recibido semejante galardón, apuraría el cáliz hasta las heces. Así, con ocasión de las ceremonias conmemorativas del quincuagésimo aniversario de la fundación de las Naciones Unidas, Yasser Arafat, recientemente aureolado por los acuerdos israelíes-palestinos de Oslo y el Nobel de la Paz (1993), el hombre que simbolizó para la mayoría de los suyos el renacimiento del pueblo palestino, el símbolo de la reivindicación nacional palestina, fue rechazado de una ceremonia en Nueva York, a finales de octubre de 1995, como un vulgar intruso. Suprema infamia, la prohibición procedió del cáustico alcalde de Nueva York, Rudolph William Luis Giuliani III, un italoestadounidense, con el pretexto de que las manos del dirigente palestino estaban manchadas de sangre estadounidense. Como si los estadounidenses no tuvieran sobre la conciencia la muerte de palestinos. Como si los estadounidenses no tuvieran sobre la conciencia el exterminio de los indios de América, cuya erradicación permitió a esos hijos de inmigrantes italianos prosperar en Nueva York, en la tierra de sus ancestros expoliados. Como si los responsables estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, para organizar el desembarco en Italia, no hubieran pactado con la mafia de origen italiano sobrecargada de sangre de víctimas estadounidenses inocentes. Otro dirigente árabe, un jefe orgulloso, el presidente Soleiman Frangieh, al desembarcar en Nueva York en 1974 para apadrinar la primera gran campaña diplomática de Yasser Arafat, fue humillado por la brigada canina de la oficina de la lucha contra estupefacientes. Un ultraje infligido al presidente libanés, el dirigente político árabe más resueltamente antiestadounidense. Y esta tradición se ha perpetuado con su descendencia. A la vista de esas experiencias es difícil censurar a quienes prefieren la ropa de faena al traje diplomático. No se trata en absoluto de una simple coquetería en el vestido. Por ejemplo, Fidel Castro. El dirigente cubano, uno de los últimos supervivientes de la epopeya revolucionaria de después de la guerra, se ganó una ovación de doce minutos por cinco minutos de intervención ante la Asamblea General de la ONU con ocasión del quincuagésimo aniversario de la fundación de la organización internacional, mientras que el presidente William Clinton, por un discurso de 17 minutos, en la misma circunstancia, sólo consiguió aplausos de compromiso. Lo que sigue ya es conocido y conlleva la condena de Occidente y sus prácticas deshonrosas: la presión final ejercida por Bill Clinton en 1999 para arrancar un acuerdo israelí-palestino con el fin de lustrar el final de su mandato salpicado por el escándalo Monica Lewinsky. Desacreditado por sus enemigos, denigrado por sus falsos hermanos árabes, Arafat, solo contra todos, frente al estallido mediático sobre las presuntas generosas ofertas de Ehud Barak, no cedió. En nada. Dos años después, los atentados del 11-S contra los símbolos de la superpotencia estadounidense pusieron al día la temática de la «guerra contra el terrorismo», una bendición para su implacable enemigo Ariel Sharon y su discípulo estadounidense George Bush, que satanizaron a ultranza a Yasser Arafat para convertirle en la encarnación del mal absoluto, a pesar de que el comanditario de la operación, Osama Bin Laden, jefe de Al Qaeda, no era otro que el ex subcontratista de los estadounidenses, el mismo que había desviado a Afganistán a miles de combatientes musulmanes para luchar contra los soviéticos, entonces principales aliados de Yasser Arafat en la época del asedio de Beirut en 1982. En 2003, la invasión estadounidense de Iraq ofreció a Ariel Sharon la ocasión de confinar a Yasser Arafat en su residencia administrativa con la pasiva y vergonzosa complicidad de los países occidentales y, tragándose la vergüenza, de algunas de las plumas más reputadas del mundo árabe, mercenarios de la prensa que participaron en la escabechina. Resguardado en su lujosa residencia londinense, al abrigo del riesgo y la necesidad, Jihad el Khazen, el más destacado de los periodistas «petromonárquicos», director del periódico Al Hayat y garantía palestina del periódico saudí, reclamó la dimisión no del carnicero de sus compatriotas palestinos de Sabra y Chatila, el general Ariel Sharon, o de su cómplice George Bush, ni del follonero libio o de los gerontócratas del Golfo, todos ellos sepultureros de la causa nacional árabe, sino, paradójicamente, la dimisión de Yasser Arafat, el líder sitiado del movimiento palestino, entonces al alcance de los cañones de los tanques israelíes, el símbolo de la resistencia nacional, la leyenda viva de la lucha árabe. Ilustración patológica de la podredumbre mental de una fracción de la élite intelectual árabe gangrenada por los petrodólares monárquicos, su prescripción descabellada apareció el 18 de mayo de 2004, al día siguiente de la destrucción del campamento palestino de Rafah por la aviación israelí y menos de un mes después de los asesinatos extrajudiciales de los jefes carismáticos del movimiento islámico palestino Hamás, Cheikh Amad Yacine y Abdel Aziz Al-Rantissi. Dicha declaración le costaría, de parte de la estrella ascendente del periodismo árabe, el editorialista vedette de Al-Qods Al-Arabi, Abdel Bari Atwane, una severa llamada al orden deontológico sobre las reglas elementales de la decencia en el combate político. Sin embargo, dieciocho meses de reclusión no erosionaron la voluntad de resistencia del líder palestino, que murió el 11 de noviembre de 2004 sin haber cedido ni un ápice sobre ninguno de los derechos fundamentales de su pueblo, ni del derecho a disponer de Jerusalén como capital ni del derecho de retorno de su pueblo a su patria de origen. Mejor, como una premonición del destino, su verdugo, Ariel Sharon, trece meses más tarde, el 5 de enero de 2006, se vio reducido a un estado vegetativo de muerto viviente, convertido en un «vegetal» según la jerga médica, hundido en el coma, a imagen de su política belicista. Su talla, sin punto de comparación con la de su insignificante sucesor, Mahmud Abbas, un burócrata especulador sin envergadura y sin carisma, todavía atormenta la conciencia occidental, cinco años después de su muerte, y lleva a los dirigentes occidentales, sin miedo al ridículo, a patéticas contorsiones: Hillary Clinton, la secretaria de Estado de EE.UU. en gira por Oriente Medio, igual que su predecesora republicana Condoleezza Rice, en un ritual inmutable, cada vez que pasan por Beirut llevan flores a la tumba de Rafic Hariri, el Primer Ministro libanés asesinado, y persisten en ignorar, a su paso por Ramala (Cisjordania), el mausoleo de Yasser Arafat. Lo mismo que Nicolas Sarkozy, autoproclamado «amigo del pueblo palestino», que rodeó Ramala, la sede del poder legal palestino, para entrevistarse con Mahmud Abbas en Jericó, durante su viaje en junio de 2008. Como si un Premio Nobel de la Paz palestino constituyera una monstruosidad infamante, como si el abanderado de la reivindicación nacional palestina fuese un apestado incluso más allá de la muerte. Es irrisorio rodear la conciencia buscando un atajo. Patético esconder la cara ante sus propias traiciones: George Bush y Condoleezza Rice ya han pasado al olvido de la historia desde hace mucho tiempo, y su compadre Ariel Sahron hace mucho que desapareció de la memoria de los hombres, pero el mausoleo de Yasser Arafat, que continúa presidiendo delante de la sede de la Autoridad Palestina, sigue siendo regularmente objeto del homenaje de todo un pueblo, como una señal indeleble de gratitud hacia su lucha por el renacimiento de la nación palestina. En el «hit parade» del liderazgo palestino, Yasser Arafat adolecía de un aspecto teatral en ciertos comportamientos, y en ese hueco Abu Ammar era sustituido por dos personalidades tan discretas como eficaces: Georges Habbache, el carismático dirigente de la organización marxista Frente Popular de Liberación de Palestina, de voz estentórea y una rigurosa vida ejemplar, médico de los pobres de donde le viene su apodo «Al Hakim» y ex jefe del movimiento nacionalista árabe que derribó el protectorado británico de Aden (sur de Yemen), y Khalil WEazir, alias Abu Jihad, comandante en jefe adjunto de la guerrilla palestina y, como tal, promotor clandestino de la Intifada palestina. Pero Yasser Arafat focalizó, él sólo, la totalidad del ostracismo israelí-estadounidense concentrando sobre su persona las vejaciones infligidas a través de él al pueblo palestino, sin duda por el hecho de que pasaría a la posteridad por haber sido el hombre sin el cual Palestina habría sido borrada del mapa del mundo La implosión política de Mahmud Abbas el 5 de noviembre de 2009, seis días antes de la conmemoración del fallecimiento de Yasser Arafat, justifica a posteriori el escepticismo del líder histórico de los palestinos con respecto a los países occidentales y lleva implícita la condena de la complacencia de su sucesor frente a la hipocresía occidental, a la vez que pone de manifiesto el servilismo de la diplomacia estadounidense y de su jefa, la secretaria de Estado Hillary Clinton, enrelación con Israel. Calcinado por sus aplazamientos en el asunto del Informe Goldstone sobre Gaza y por el desaire estadounidense con respecto a las colonias, la renuncia de Mahmud Abbas a un nuevo mandato presidencial aparece tanto más cruelmente patética en cuanto que ha coincidido con una hiriente lección de valentía asestada por los jóvenes palestinos y los pacifistas israelíes que abrieron, no sin riesgo, una brecha en el muro del apartheid con ocasión de la conmemoración del vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín, una acción que ha resonado como una burla a Mahmud Abbas y a Israel, un desafío a la apatía de las instancias internacionales, un regalo póstumo a Yasser Arafat, fundador de la lucha armada palestina. El Estado palestino que ya se perfila inevitablemente en el horizonte, compensación de saldo de las torpezas occidentales hacia el pueblo palestino inocente, resuena también retrospectivamente como el triunfo póstumo de Yasser Arafat, un homenaje retroactivo al combate del líder histórico del movimiento nacional palestino, un homenaje al portador de la kufiya palestina, al símbolo de la identidad palestina convertido ya en el símbolo universal de la lucha contra la opresión. Referencias: (1) La noche del 20 de marzo de 1968, el ejército israelí atacó por sorpresa el campo palestino instalado en la localidad de Al Karameh, en el valle del Jordán, declarado por Moshé Dayan, entonces ministro de Defensa, «guarida de Fatah» Según el historiador Benny Morris, las pérdidas israelíes se elevaron a 33 muertos y 161 heridos. En el plano material, Israel registró la pérdida de cuatro tanques, 3 haf-tracks, 2 coches blindados y un avión, en el curso de esa batalla que duró 15 horas. Por el lado palestino, Kenneth Michael Pollack, antiguo analista de la CIA, estimó las pérdidas palestinas en 100 muertos y 100 heridos, es decir, un tercio de los combatientes implicados muertos o heridos. (2) Uno de los hechos de armas más famosos de la historia antigua, la batalla de las Termópilas, en el 480 a.C., se convirtió en el emblema de la resistencia griega al invasor, porque a pesar de la toma de Atenas por los persas, los griegos consiguieron que se reconociera su independencia después del triunfo en Salamina, el 22 de septiembre del año 480 a.C. Trescientos espartanos al mando del rey Leónidas I tomaron posición a la entrada del paso de las Termópilas y combatieron hasta el sacrificio para dar tiempo a que los griegos organizaran su defensa. En la cumbre de Kolonos, escenario de la última resistencia espartana, donde se erigió un mausoleo, una inscripción del poeta Simónides de Ceos (556-467 a.C.) conmemora esa acción: «Extranjero, ve y dile a Esparta que aquí trescientos de los suyos murieron por obedecer sus leyes». (3) Sobre el papel de Argelia: L’honneur de l’Algérie. Para saber más: Gilbert Achcar: Les Arabes et la Shoah, La guerre israélo-arabe des récits, Sindbad, octubre 2009, 528 páginas, ISBN 978-2-7427-8242-0. Gilbert Achcar es profesor en la Scbool of Oriental and African Studies (SOAS) de la Universidad de Londres. Es coautor, con Noam Chomsky, de La Poudrière du Moyen-Orient. René Naba Traducido para Rebelión por Caty R. Tomado de Rebelión

No hay comentarios:

Publicar un comentario