La revolución árabe no ha hecho más que empezar. |
Cuando Barack Obama proclamó desde la Casa Blanca que “este no es el final de la transición, sino el principio”, se refería sólo a Egipto tras la caída del dictador Hosni Mubarak, hasta muy poco antes el más fiel y valioso aliado de Occidente en Oriente Próximo. Pero sus palabras son sin duda premonitorias de un fenómeno mucho más amplio que la histórica victoria del pueblo, en sólo 18 días de revuelta callejera, sobre la colosal maquinaria represiva que el rais levantó en 30 años de despotismo.
La rebelión de los jóvenes ha prendido en todo el mundo árabe y se ha transformado en una revolución imparable que amenaza con barrer a los tiranos instalados durante decenios en la opresión de sus ciudadanos. Recién desencadenada esa convulsión mundial, las cancillerías occidentales, los especialistas y hasta los servicios secretos se preguntan hoy, estupefactos: ¿por qué ha estallado la juventud árabe? ¿Cómo pudo cogernos por sorpresa? ¿Hasta dónde llegará esta revolución?
“¡Qué equivocados estábamos!”, admite Roger Hardy, analista sobre Oriente Próximo del Woodrow Wilson Center de Washington. “Cuando los disturbios comenzaron en Túnez, la mayor parte de los expertos (incluido yo mismo) dijimos que el presidente Ben Alí aplastaría la revuelta y sobreviviría. Cuando salió huyendo del país, la mayoría de los expertos (incluido yo) argumentamos que Egipto no era Túnez y que Mubarak aplastaría la rebelión y sobreviviría”.
Pocos gobernantes están tan dispuestos a reconocer semejante error de cálculo, pero los militares y jefes del espionaje que tan estrechas relaciones mantenían con los regímenes que hoy se desmoronan no pueden ocultar que fueron incapaces de prever el tsunami revolucionario que va derribando a sus socios y amigos.
Al comienzo de las manifestaciones en la plaza Tahrir de El Cairo, la cúpula del Ejército egipcio no estaba en su país, sino en Virginia, a las afueras de la capital estadounidense, participando en el Comité de Cooperación Militar conjunto, la reunión que cada año reúne a los altos mandos de Egipto y de EEUU. El jefe del Estado Mayor, el general Sami Enan encabezaba una delegación de 25 oficiales para esos encuentros con sus homólogos estadounidenses, entre ellos el almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto norteamericano. El 28 de enero, los generales egipcios interrumpieron su visita y regresaron urgentemente a El Cairo.
Ni ellos ni sus mentores estadounidenses tenían la más remota idea de que la tempestad del cambio iba a derribar en poco más de dos semanas el régimen árabe más poderoso, que desde 1981 ha recibido 60.000 millones de dólares de Washington. En estas tres décadas, EEUU ha formado y financiado el Ejército egipcio, en una relación estratégica tan estrecha que los árboles de la cúpula militar de Mubarak impedían a los norteamericanos ver el inmenso bosque del descontento popular.
“Hemos entrenado a cientos, por no decir miles” de militares egipcios, subrayó el almirante Mullen en televisión hace algo más de una semana. “Han vivido con nosotros también sus familias y mi principal objetivo ha sido mantener el contacto con ellos”. Pero Mullen admitió en esa misma entrevista que los acontecimientos le habían “pillado por sorpresa” a pesar, o quizás a causa, de sus intensas relaciones con el Ejército del mayor país árabe.
A lo largo de los años, la proporción de ayuda militar de Washington a El Cairo fue creciendo, en relación a la económica, hasta ser cinco veces superior al monto de todas las otras aportaciones de EEUU a Egipto, a pesar de que ese país no participaba en ningún conflicto bélico. Y haciendo la vista gorda a la evidente corrupción en el seno de las Fuerzas Armadas egipcias.
Ahora, “el éxito del poder del pueblo en Egipto tendrá una repercusión en el mundo árabe mucho mayor que su triunfo en Túnez”, afirma Hardy, el analista del Woodrow Wilson. “El ejemplo egipcio ha electrizado a la opinión pública a lo largo de toda la región, en la que prevalecen males idénticos: autocracia, corrupción, desempleo, déficit de dignidad ciudadana… Los autócratas cuyos servicios de seguridad son más pequeños y débiles que los de Egipto son los más vulnerables al gélido viento de la ira popular. Los que cuentan con dinero están tratando de comprar la paz social, pero los estados más pobres, como Jordania y Yemen, tendrán que endeudarse para aplacar a la población”.
El problema es que hasta ahora las potencias occidentales despreciaban la capacidad de movilización de esas poblaciones y extendieron cheques en blanco a los déspotas, que se autoproclamaban baluartes contra el supuesto avance islamista para mantener durante decenios un estado de emergencia totalitario. Como en Argelia, donde ya se han producido graves disturbios en la capital al actuar con extrema contundencia la policía antidisturbios. Es, precisamente, en el tan cercano Magreb donde está llegando antes el virus revolucionario.
Palestino exiliado en Bélgica desde hace más de 40 años, Bichara Khader, director del Centro de Estudios e Investigación sobre el Mundo Árabe de la Universidad de Louvain, lo tiene claro: “Túnez ha sido la golondrina que anunció la revuelta árabe. El efecto de contagio en los demás países es evidente”. El Magreb cuenta con todos los ingredientes para que la sublevación popular estalle en las calles de Rabat, Casablanca, Argel y Trípoli: una población en su mayoría joven que se siente excluida, paro, represión política y social, y corrupción rampante de las autoridades.
“En Argelia y Libia, que cuentan con grandes recursos energéticos, las autoridades pueden decir: Consume y cállate’. Pero el dinero sólo sirve de somnífero y aplaza el despertar de la población”, explica Khader. Los analistas y diplomáticos occidentales aún ignoran qué está pasando en el país de Muamar al Gadafi. “No lo sabemos porque es un régimen cerrado y muy represivo”, se justifica Michael Willis, especialista en asuntos magrebíes del Middle East Centre de la Universidad de Oxford.
Pero sí vemos cómo los argelinos muestran su desesperación con intentos de suicidio a lo bonzo, gritando “¡basta!” a la hogra, el desprecio, en argelino. Argelia, un gigante económico con importantes reservas de petróleo y gas, mantiene a su población en estado de emergencia desde 1992 bajo el férreo control del Ejército.
“Argelia fue, en 1988, el precursor de las revueltas en el mundo árabe, pero su lucha fue secuestrada por el poder”, explica Aomar Baghzouz, profesor en la Universidad de Tizi Ouzou, al noreste del país. Y el sector en el que más ha invertido el Gobierno desde entonces ha sido el militar, mientras la población crecía más del 200% en medio siglo, hasta los 36 millones de habitantes, con una edad media de sólo 26 años.
Willis considera que en países como Argelia y Marruecos “hay una opresión económica y civil; es decir, la vida diaria es muy difícil, porque hay una falta de oportunidades, de visión para el futuro. Si no hay trabajo, no hay dinero; si no hay dinero, uno no puede casarse y no tendrá familia”. Pero desde las protestas que condujeron a la caída del tunecino Ben Alí, las poblaciones de los demás países de la zona “entendieron que era posible acabar con un dictador”.
“Sí, es posible” fue precisamente el titular de portada de la revista marroquí Tel Quel. En el reino alauí, consumido por la corrupción según Transparency International, y con una renta per cápita de unos 2.000 euros, la más baja de la región después de Mauritania, los sindicatos y la oposición islamista han convocado una manifestación el próximo día 20 para pedir más democracia.
“Marruecos es un caso complicado”, reconoce Bernabé López García, de la Universidad Autónoma de Madrid, “porque no es lo mismo echar a un tirano que se aferra al poder desde hace 30 años que a una monarquía que lleva ahí siglos, respetada hasta en las zonas más aisladas”.
Las autoridades de Rabat se han orientado hacia las reformas desde la muerte de Hasán II, en 1999, aunque muchos intelectuales marroquíes denuncian el autismo y autoritarismo del actual monarca, aún todopoderoso en su reino. “La corrupción endémica debería obligar a la Unión Europea a reaccionar y pedir reformas al Palacio Real. La primera de ellas debería ser un haraquiri del rey: que deje el poder absoluto e instaure una monarquía parlamentaria. Pero el problema es que los partidos políticos no están a la altura, se mantienen demasiado al margen”, considera el investigador español.
Los marroquíes tienen al menos a una figura central que encarna al poder, contra la que pueden gritar su malestar, “algo que falta a los argelinos”, según Willis. Abdelaziz Buteflika es presidente desde 1999, pero son los militares los que dirigen el país desde el golpe de Estado que abolió la victoria electoral islamista en enero de 1992. “El régimen contó con el maná petrolero para enfrentarse a las reivindicaciones sociales y sabe ahora que simples medidas económicas ya no son suficientes. Por eso ha anunciado el fin [en un futuro próximo] del estado de emergencia. Pero los argelinos seguirán reclamando cada vez más libertades y democracia”, dice el argelino Baghzouz.
Además, en Argelia “las desigualdades sociales son muy grandes”, subraya Amel Boubekeur, especialista del Magreb en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, quien teme “una represión brutal”. Porque, a diferencia de Túnez, el Ejército en Argelia “no ha sido marginalizado por las autoridades, sino que participa en el proceso de decisión política” y no dudará en usar la fuerza.
Pero las armas no bastan para acallar un volcán de indignación que se ha alimentado en el magma de internet y aprovecha las nuevas tecnologías para entrar en erupción. Porque las nuevas generaciones ya no pueden ser aisladas de la realidad por la censura.
Decenas de millones de árabes están enganchados a la serie Bab al hara (La puerta del barrio), que empezó a emitirse en 2006 y ha arrasado en casi todo Oriente Próximo. Ambientada en la ciudad vieja de Damasco en los años treinta, durante la colonización francesa de Siria y Líbano, y de la colonización inglesa de Palestina y Transjordania, debe su éxito, sobre todo entre los jóvenes, al enfoque moderno, hasta progresista, con que aborda las cuestiones sociales, incluida la situación de la mujer.
Bab al hara ha desplazado el foco de atención de Egipto a Siria, donde a pesar del régimen autoritario de Bashar al Asad, existe un margen para plantear cuestiones de más interés para la audiencia juvenil, ante la cual la sociedad tradicional de sus mayores se está resquebrajando rápidamente.
La penetración de la televisión por satélite en 22 países que comparten el conocimiento de un mismo idioma, el árabe clásico, también está siendo decisiva para internacionalizar la revolución de los jóvenes. Los planteamientos progresistas de la cadena de información Al Yazira, que ha estado en primera fila durante las revueltas, y que ha convertido su programación en una monografía sobre Egipto, están descubriendo una realidad distinta a millones de ciudadanos que durante toda su vida fueron sometidos al lavado de cerebro de medios de comunicación serviles con el poder.
El mundo árabe empieza a formar parte de la aldea global. Lo que ocurre en Túnez y Egipto se ve en directo en todos los demás países. Las redes sociales permiten que las protestas se convoquen de un día para otro, o en el mismo día. Los teléfonos móviles hacen que los manifestantes se organicen y reaccionen en segundos a los movimientos de la Policía o el Ejército.
Occidente siempre dio prioridad a la estabilidad de los regímenes árabes, por encima de la democracia y de los derechos humanos. Financiando y armando a los dictadores, dándoles manga ancha para oprimir y robar, confiando ciegamente en que las fuerzas represivas mantendrían a los ciudadanos a raya indefinidamente, EEUU y Francia han creado ese monstruo que ahora tanto temen: el poder revolucionario de un pueblo que ha perdido el miedo.
Los parias se han levantado, y nada les detendrá.
[CON INFORMACIÓN DE ISABEL PIQUER, GUILLAUME FOURMONT Y EUGENIO GARCÍA GASCÓN]
Tomado: El tablero global
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