Caricatura: Juan Kalvellido
Entonces, el embajador palestino se verá obligado a recordar el día en que Moisés, sofocado y sudando a mares mientras burilaba los Diez Mandamientos en durísimas tablas de arcilla, descubre una cascada en las montañas, y decide tomar un bañito.
El profeta se quita las ropas, las acomoda sobre unas piedras y se zambulle en las frescas aguas del arroyo. Energizado y recuperado, Moisés sale del agua y… ¡oh, sorpresa! Sus ropas ya no estaban allí. Un israelí se las había robado.
Si el palestino contara esa historia de incierta veracidad, también es casi seguro que el embajador de Israel saltaría como un resorte de su curul: ¿de qué habla usted? ¡Los israelíes no estábamos allí! Y el palestino respondería: Bien… ahora que el honorable dejó en claro un largo y penoso malentendido, voy a empezar mi discurso.
De nuestro lado no vamos a remontar el pasado tan lejos. Mejor fijemos el mapa que dibujaron las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, tras la caída del imperio turco: Francia se quedó con Siria, Líbano, Túnez, Argelia y parte de Somalia (Eritrea). Italia retuvo Libia y otro pedazo de Somalia, y Gran Bretaña, con Egipto, Arabia, Sudán, Jordania, Irak, Omán, parte de Irán, Adén (hoy Yemen) y Palestina.
En 1917, el sionismo le arrancó a Londres la famosa Declaración Balfour: un “hogar nacional” para los judíos en Palestina. Sin embargo, pocos analistas repararon en que la cándida noción de “hogar nacional” apuntaba a la restauración del Gran Israel bíblico, que abarcaba Palestina, Mesopotamia, Líbano y el desierto del Sinaí. Target geopolítico que en la sede del Parlamento israelí (Jerusalén, Knesset) figura grabado en letras de oro: “del Éufrates al Nilo”.
La primera propuesta para dividir a Palestina fue sugerida por primera vez por una comisión británica encabezada por un tal lord Peel (1937). El plan fue rechazado por los países árabes y aceptado a regañadientes por el Congreso Sionista Mundial, reunido ese mismo año en Zurich.
En 1938, en vista de los crecientes choques militares entre las milicias sionistas y los campesinos que se negaban al despojo de sus tierras, la Comisión Woodhead (encargada de poner en marcha el plan de partición) concluyó que la división era imposible. Pero algo más denso preocupaba a Londres: los acuerdos entre la federación sionista de Alemania y la “sección de asuntos judíos” de la Gestapo.
Celebrados seis meses después de que Hitler llegó al poder, los Acuerdos Mandelstain-Tochler (1933) merecieron de Joachim Prinz (joven rabino sionista de Berlín, que más tarde se estableció en Estados Unidos y se puso a la cabeza del Congreso Judío Estadunidense) el siguiente comentario: “La revolución nacionalsocialista en Alemania significó ‘judaísmo para los judíos’… Ningún subterfugio puede salvarnos ahora. En lugar de asimilación deseamos un nuevo concepto: el reconocimiento de la nación judía y de la raza judía” (Wir Juden –Nosotros, los judíos–, 1934).
Cobrando sumas nada despreciables a los judíos ricos interesados en emigrar, la Gestapo autorizó la salida de 130 mil personas, de las cuales sólo 35 mil viajaron a la “tierra prometida” (1934-37). Entre ellos, jóvenes comandos entrenados militarmente por los nazis para enfrentar al enemigo común en Palestina: Inglaterra.
Los acuerdos nazisionistas llevaron a la publicación de otro “libro blanco”, redactado esta vez por el líder laborista inglés Ramsay Mac Donald (1939). La luna de miel entre Londres y los sionistas llegó a su fin. Y como en asuntos militares no conviene combatir a dos enemigos a la vez, los sionistas viraron la mirada hacia Estados Unidos, país que albergaba la más importante e influyente comunidad judía del mundo entero.
Los juicios de Nüremberg (1945-46) y los filmes documentales que revelaban las crudas imágenes de la mayor hecatombe en la historia del judaísmo abrumaron al mundo, al tiempo que fueron hábilmente manipuladas para utilizar el antisemitismo como arma de propaganda del sionismo. O sea, nada distinto a lo recomendado por Teodoro Herzl en la época de los pogromos en Europa central (El Estado judío, 1896)
A inicios de 1947, a pedido de Gran Bretaña, la llamada “cuestión palestina” fue sometida por primera vez a la Organización de Naciones Unidas. De hecho, se trató de la primera reunión extraordinaria de la ONU. En nombre de los países árabes, Egipto propuso la independencia, iniciativa bloqueada por las potencias vencedoras.
Finalmente, el 29 de noviembre, Palestina fue partida en dos. Y la mayoría de los delegados comentaron después que el escrutinio fue una “calamidad diplomática”. La expresión del doctor José Arce (delegado de Argentina) aludía a un ejercicio que, a más de negar los derechos de los árabes, violaba la Carta de la ONU, pues en lugar alguno la facultaba para separar o dividir territorios, habitados o no.
José Steinsleger /I
Tomado: La Jornada.unam.mx
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