7 feb 2012

Algunas reflexiones sobre las políticas de austeridad


Ilustración: Revista Sin Permiso
La eclosión de la crisis económica, su carácter estructural, parecía que abría una oportunidad a la crítica en profundidad de las estrategias de crecimiento adoptadas, crítica que podría alcanzar a los fundamentos mismos del sistema capitalista. Ha pasado el tiempo, en algunos aspectos, la crisis se ha agravado y los escenarios que se perfilan para el futuro inmediato no pueden ser más pesimistas. Sin embargo, paradójicamente, las teorías y las políticas más ortodoxas y convencionales han recuperado el pulso (si es que alguna vez lo habían perdido). Una prueba de ello es que , como antes de la crisis, como si nada hubiera acontecido, con más vigor si cabe, el centro de buena parte del debate académico y político se sitúa en las cuentas públicas (además del mercado de trabajo), o, para ser más precisos, en los desequilibrios financieros públicos, como si su existencia estuviera en el origen, fuera la causa principal de la actual crisis económica y la restricción más importante para salir de ella.

Y es en ese contexto donde se proponen y se imponen las políticas de austeridad sobre las finanzas públicas. Aplicar recortes se ha convertido en la quintaesencia de las políticas económicas, las cuales se plantean como un imperativo, no sólo de los mercados sino también de la razón. Buena parte de la trama argumental se sostiene en diferentes axiomas, evidentes para quienes los formulan, aunque no siempre se hacen explícitos, que se quieren hacer pasar por irrefutables, y que, sin embargo, deben ser discutidos. Nos centraremos en dos de los más relevantes.

Enunciado número 1: “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades; por ello ahora toca hacer un esfuerzo colectivo, mancomunado, de austeridad”. Este mensaje, tan simple, tan cómodo, tan reiterado, tan lleno de lógica intuitiva… tan tramposo y equívoco se ha convertido en el abc, en el pan nuestro de cada día de los responsables políticos y económicos. Para nosotros, sin embargo, está cargado de imprecisión al eliminar de un plumazo las diferencias sociales, como si el conjunto de la ciudadanía hubiera tenido la misma capacidad de acudir al endeudamiento o de capturar las rentas generadas por las diferentes burbujas. Reconociendo que han sido muchas las familias trabajadoras que han sustentado en parte sus niveles de consumo en el acceso al crédito en condiciones aparentemente ventajosas, no cabe omitir que el aumento del endeudamiento y el surgimiento de las burbujas han constituido un formidable negocio, sobre todo para bancos, grandes empresas y fortunas y operadores financieros. La generalización de la deuda ha sido asimismo una piedra angular de las políticas de contención salarial practicadas a lo largo de las últimas décadas, al tiempo que ha permitido expandir el consumo y aumentar los beneficios empresariales.

En la afirmación “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” se desliza, además, de manera interesada que “todos” somos corresponsables de la crisis, quedando así sepultada una explicación más profunda, menos complaciente, de sus causas; precisamente aquellas que, situadas en las antípodas del “todos”, enfatizan las diferencias, las jerarquías y las desigualdades como elementos centrales de una interpretación estructural y sistémica de la crisis.

El segundo de los supuestos consiste en asociar austeridad y rigor fiscal, afirmación que supone un paso más en la ceremonia de la confusión reinante. Resulta evidente que la problemática de la austeridad desborda ampliamente el territorio de las finanzas públicas (sin entrar ahora en la cuestión de la pertinencia de las estrategias de ahorro presupuestario) y cobra todo su sentido cuando se refiere -como la propia crisis y las políticas llevadas a cabo en estos últimos años han puesto de manifiesto-, al despilfarro presente en el sector privado, muy especialmente en la esfera financiera con un perfil más especulativo.

¿El vertiginoso crecimiento del endeudamiento y de la especulación financiera no aconsejaba la aplicación de políticas prudentes, austeras? ¿por qué razón no se llevaron a cabo? Para responder a este interrogante, cuestión clave para orientar adecuadamente el análisis, hay que poner rostro a los mercados, a los grupos que, por su capacidad para influir en su configuración y hacer valer sus intereses, se han enriquecido en mayor medida con los procesos de financiarización. Pero parece obvio que en aquellos años la austeridad no estaba en la agenda; las ganancias que se podían obtener del despilfarro eran demasiado importantes y los grupos ganadores, lejos de sentirse inclinados a practicar la austeridad, demandaban e imponían políticas permisivas, con un marcado signo despilfarrador.

La preocupación por la austeridad también ha brillado por su ausencia en lo relativo a los cuantiosos recursos proporcionados por las administraciones públicas para salvar a los bancos o para suministrarles de liquidez en condiciones ventajosas. Tampoco se aprecia esa preocupación a la hora de controlar o supervisar las remuneraciones de los altos directivos de las empresas y los pagos a los grandes accionistas, o las fortunas millonarias que alimentan los mercados especulativos, fuente principal de despilfarro y de destrucción de riqueza, donde se obtienen enormes beneficios.

Por no hablar de otras vertientes de la austeridad, como la ecológica, decisiva para la sostenibilidad de los procesos económicos. Esta perspectiva ha estado simplemente fuera de la agenda, más allá de las protocolarias y descorazonadoras “cumbres climáticas”; en este ámbito impera y se promueve el mayor de los despilfarros, de nuevo asociado a la malla de intereses que se benefician de esta deriva.

Frente a estos “otros despilfarros”, en los prolegómenos de la crisis las cuentas públicas se encontraban relativamente saneadas, no en vano desde comienzos de los años ochenta del pasado siglo, cuando se firmó el Tratado de Maastricht, y después, con la introducción del euro, los gobiernos europeos han centrado sus esfuerzos en la corrección de los desequilibrios macroeconómicos. En España incluso se había alcanzado –se había forzado, en realidad- el superávit.

Conviene aclarar, en fin que el aumento de las posiciones deficitarias ha sido sobre todo el resultado de la propia crisis, más que su desencadenante. La caída del crecimiento ha mermado la capacidad recaudatoria de las administraciones públicas; en paralelo, éstas han canalizado cantidades enormes de recursos a las instituciones financieras con el propósito de evitar un crack generalizado, con el argumento de los grandes bancos son demasiado importantes para dejarles quebrar, y restablecer los circuitos de crédito, severamente dañados por la crisis. Pues bien, apenas se han aplicado controles o se han exigido contrapartidas para impedir que estos recursos se utilicen en beneficio de directivos, consejeros y accionistas, o, más lacerante aún, se utilicen para especular contra las deudas soberanas.

De todo lo anterior se deduce que en el corazón de las políticas de austeridad se oculta (o no se formula de manera explícita) un planteamiento sesgado y apriorístico que no debe pasarse por alto, que no está tan determinado por las urgencias derivadas de una situación de emergencia como por un conjunto de postulados y axiomas que se presentan como incuestionables y que, lejos de ello, deben colocarse en el centro del debate

Fernando Luengo: Es profesor de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid, Investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales y miembro de econoNuestra.

Tomado: Revista Sin Permiso.info

No hay comentarios:

Publicar un comentario