Ilustración: Revista Va de Nuevo |
Hacer mejor la salud de la gente, o el acceso a la vivienda, o la estabilidad en el trabajo, o el crecimiento económico que favorezca realmente a todos los compatriotas, no son tareas que deban estar unidas en matrimonio con el olvido. Es tiempo de llorar. De construir. De edificar futuro. Sabiendo. Conociendo.
Estaba haciendo algunos apuntes para este número de vadenuevo sobre asuntos que pasan en el mundo y que –nos gusten, los ignoremos, nos disgusten o los miremos de soslayo– nos tocan en algún grado, chico, mediano, grande, a todos nosotros, los habitantes del país esquina Atlántico y Río de la Plata. Pero habrá otro día para eso.
Estaba escribiendo eso, y en cierto momento no pude seguir. Cuando los huesos de un “desaparecido” dejaron de serlo y se transformaron en los restos de Julio Castro, el teclado ya no me fue instrumento hábil para trabajar con datos de la crisis global.
Se habían encontrado los restos materiales de un querido compatriota, asesinado hace varias décadas, de un uruguayo, de un docente, de un formador de docentes, un periodista, un gran tipo, un luchador. Sobre su vida, su carácter de fundador de “Marcha” junto a Carlos Quijano allá por 1939, su militancia gremial, su rol de consultor de la UNESCO en temas de educación, su contribución a la fundación del Frente Amplio (FA), hago apenas esta ligera mención. Quienes compartieron en la cotidianeidad su quehacer en todos esos terrenos podrán describir mucho mejor y recordar más y mejor su trayectoria, sus características, su entrega a las empresas transformadoras de su sociedad y de su tiempo.
II
Cuando era adolescente vi una película titulada “El juicio de Nuremberg”. Obviamente trataba sobre el funcionamiento de los tribunales que juzgaron a algunos criminales de guerra finalizada la confrontación en 1945. El personaje de uno de los fiscales, actuado por el norteamericano Richard Widmark, comentaba con uno de sus colegas –al final de una de las primeras audiencias del tribunal en cuestión– que le sorprendía el tenor de muchas declaraciones de imputados, de algunos testigos y del trabajo –naturalmente– de los abogados defensores. Uno de sus comentarios era algo así como esto: “Yo no pretendo que vengan todos corriendo a confesar sus culpas y sus crímenes… pero si uno se limitara a guiarse por estas primeras declaraciones… por Alemania no pasaron los nazis… En realidad no hubo nazis,… hubo una invasión de esquimales que, luego de algunas fechorías, se fueron”.
La humanidad se horrorizó –durante un tiempo– con la verificación de lo que había sido el genocidio perpetrado. No obstante, ya en los fines del siglo XX, caminaron raudas y con frente alta por el mundo las teorías “negacionistas” que cuestionaban la existencia misma del Holocausto del pueblo judío. Hoy siguen presentes y con buenos éxitos editoriales inclusive. Tanto o más peligrosas que los negacionismos son algunas teorías que “explican” el fenómeno. A ellas me he referido y hoy apenas quiero mencionar este ejemplo como muestra de las historias escritas para inventar la historia, para mentir la historia, para justificar nuevas historias.
¿Tiene que ver esto con los uruguayos de estos tiempos y con la confirmación del asesinato de Julio Castro hace más de tres décadas?
Sí, tiene.
Hace propicio reafirmar tres o cuatro ideas. Al menos, siento la necesidad de hacerlo. Tampoco por el Uruguay de los años setenta pasaron los esquimales.
1. En este solar hubo terrorismo de Estado.
2. Ese terrorismo de Estado no fue resultado de guerra alguna. En todo caso, si tuviera que ver con una "guerra" contra un movimiento determinado, ese enfrentamiento bélico había cesado antes del final de 1972 y a esta altura no hay refutación documental posible de esa realidad. Lo que hubo después fue una guerra del Estado terrorista contra los uruguayos en su conjunto y sus organizaciones populares y todas sus tradiciones democráticas.
3. En todo caso, esa acción terrorista del Estado arrasó con la sociedad uruguaya, controló –o intentó hacerlo– a toda la colectividad nacional a través del miedo, el homicidio, la tortura, la desaparición, la cárcel, la expulsión, la destitución, la represión de toda actividad política y sindical. A la fecha, lo antedicho está documentado, aunque falte mucho por hacer. Como pilar insustituible en la materia está la “Investigación histórica sobre la dictadura y el terrorismo de Estado en el Uruguay”, de la Universidad de la República.[1]
4. El terrorismo de Estado “local” fue parte de una actividad coordinada en Latinoamérica con patrocinio de Estados Unidos, cuyas coordinaciones y patrocinios están avalados por la documentación de la diplomacia y los servicios norteamericanos. No hubo “casualidades nacionales”. Hubo un plan regional debidamente probado y reconocido a la fecha.
5. Por último, y no por ello menos importante, las dictaduras genocidas en cuestión no fueron solamente una operación de exterminio, sino el instrumento para la aplicación de políticas económicas.
¿Todo lo antedicho ya se había dicho? Sí. Mas las historias de combatientes, de guerras y de cowboys modernos… también.
Por eso la insistencia.
III
A las pocas horas de que se confirmara que los restos encontrados eran los de Julio Castro, me llamó un ser querido. Una muchacha que en 1974 tenía 14 años. Su hermano Joaquín, de 16, estaba preso en el Cilindro. Con la voz entrecortada me explicó que la noticia la conmovió. Y especialmente cuando se acordó de que su hermano le hablaba del “maestro”, para el que todos era “Un veterano macanudo, compañerazo”.
Es tiempo de poder llorar.
¿Qué podrá quedar de cualquiera de nosotros cuando estemos todos muertos?
¿Qué podrá quedar incluso cuando haya tantos almanaques tirados al cesto, tantos años y décadas que los afectos mismos ya sean un asunto de la memoria… y de los olvidos?
No será la paz de los sepulcros la mejor herencia como aporte a las generaciones que vengan.
La felicidad pública no se construirá sobre los olvidos, las amnesias, los decretos de buena convivencia hecha sobre la base de que “de eso mejor no se habla”.
Ni para los perseguidores de utopías, ni para aquellos que legítimamente dicen que no quieren construir utopías ni sociedades nuevas, sino intentar que todos los uruguayos sean libres y vivan mejor, es buena cosa confundir, que nos confundamos… o que nos dejemos confundir.
Hacer mejor la salud de la gente, o el acceso a la vivienda, o la estabilidad en el trabajo, o el crecimiento económico que favorezca realmente a todos los compatriotas, no son tareas que deban estar unidas en matrimonio con el olvido. Los optimismos, las buenas empresas, las mejores creaciones, no van del brazo con las pastillas para “no acordarse”. Las reconciliaciones –cuando caben– no se construyen sobre la base de lo no dicho, de las mentiras expresas o implícitas.
En todo caso, los tipos, nosotros, los seres humanos, nos curamos de algunas enfermedades poniendo las verdades embromadas sobre la mesa. A la luz del día. Si están escondidas en el armario de los secretos, no hay armonías. No hay curas. A las sociedades les pasa lo mismo.
Las democracias en esta “nación abierta en cruz,… mi pobre América del Sur”, de la que nos hablaba Mercedes Sosa, no se afirmarán dudando de la existencia o inexistencia de genocidios en la América Latina de los años setenta y ochenta del siglo XX.
Se edificarán y reafirmarán saludables democracias sobre la base de la memoria despierta y la historia escrita. Escrita, discutida, entendida, polemizada, abierta.
Los cimientos de la democracia se hacen indestructibles si la conciencia y la comprensión de cada presente tienen como componente ineludible el conocimiento del pasado.
Una vez más: en el libro de la vida hay que ir dando vuelta las páginas... después de leídas.
Es tiempo de llorar. De construir.
De edificar futuro. Sabiendo. Conociendo.
Sin trampas y sin atajos.
(1) Investigación histórica sobre la dictadura y el terrorismo de Estado en el Uruguay (1973‑1985), Álvaro Rico (Coord.), 2008. Tres tomos.
Juan Pedro Ciganda
Tomado:Revista VadeNuevo.com.uy
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