Caricatura: J.Kalvellido |
Tirman recuerda que las principales guerras que Estados Unidos libró desde el fin de la Segunda Guerra Mundial –Corea, Vietnam, Camboya, Laos, Irak y Afganistán– produjeron, según sus propias palabras, una “colosal carnicería”. Una estimación que este autor califica como muy conservadora arroja un saldo luctuoso de por lo menos seis millones de muertes ocasionadas por la cruzada lanzada por Washington para llevar la libertad y la democracia a esos infortunados países. Si se contaran operaciones militares de menor escala –como las invasiones a Grenada y Panamá, o la intervención apenas disimulada de la Casa Blanca en las guerras civiles de Nicaragua, El Salvador y Guatemala– la cifra se elevaría considerablemente. No obstante, y pese a las dimensiones de esta tragedia (a las cuales habría que agregar los millones de desplazados por los combates y la devastación sufrida por los países agredidos) ni el gobierno ni la sociedad norteamericana han evidenciado la menor curiosidad, preocupación, ¡ni digamos compasión!, para enterarse de lo ocurrido y hacer algo al respecto. Esos millones de víctimas fueron simplemente borrados del registro oficial del gobierno y, peor aún, de la memoria del pueblo norteamericano mantenido impúdicamente en la ignorancia o sometido a la interesada tergiversación de la noticia. Como lúgubremente reiteraba el criminal dictador argentino Jorge R. Videla, también para Barack Obama esas víctimas de las guerras estadounidenses “no existen”, “desaparecieron”, “no están”.
Si el holocausto perpetrado por Adolf Hitler al exterminar a seis millones de judíos hizo que su régimen fuese caracterizado como una aberrante monstruosidad o como una estremecedora encarnación del mal, entonces ¿qué categoría teórica habría que usar para caracterizar los sucesivos gobiernos de Estados Unidos que sembraron muertes en una escala por lo menos igual, si no mayor? Lamentablemente nuestro autor no se formula esa pregunta porque cualquier respuesta habría puesto en cuestión el crucial artículo de fe del credo norteamericano que asegura que Estados Unidos es una democracia. Más aún: que es la encarnación más perfecta de “la democracia” en este mundo. Observa con consternación, en cambio, el desinterés público por el costo humano de las guerras estadounidenses; indiferencia reforzada por el premeditado ocultamiento que se hace de aquellos muertos en la voluminosa producción de películas, novelas y documentales que tienen por tema central la guerra; por el silencio de la “prensa independiente” acerca de estas masacres –recordar que, luego de Vietnam, la censura en los frentes de batalla es total y que no se pueden mostrar víctimas civiles y tampoco soldados norteamericanos heridos o muertos; y porque las innumerables encuestas que a diario se realizan en Estados Unidos jamás preguntan sobre el tema.
Este pesado manto de silencio se explica, según Tirman, por la persistencia de lo que el historiador Richard Slotkin denominara el “mito de la frontera”, una de las constelaciones de sentido más arraigada de la cultura norteamericana según la cual una violencia noble y desinteresada –o interesada sólo en producir el bien– puede ser ejercida sin culpa o cargos de conciencia sobre quienes se interpongan al “destino manifiesto” que Dios ha reservado para los norteamericanos y que, con piadosa gratitud, los billetes de dólar recuerdan en cada una de sus denominaciones. Sólo “razas inferiores” o “pueblos bárbaros” repudian los avances de la “civilización”. El violento despojo sufrido por los pueblos originarios de las Américas, tanto en el Norte como en el Sur, fue justificado por ese racista mito de la frontera y edulcorado con infames mentiras. En la Argentina, la mentira fue denominar como “conquista del desierto” la ocupación territorial a sangre y fuego del hábitat, que no era precisamente un desierto, de los pueblos originarios. En Chile, bautizar como “la pacificación de la Araucanía” al nada pacífico y sangriento sometimiento del pueblo mapuche. En el norte, el objeto del pillaje y la conquista no fueron las poblaciones indígenas sino una fantasmagórica categoría, apenas un punto cardinal: el Oeste. En todos los casos, como lo anotara el historiador Osvaldo Bayer, la “barbarie” de los derrotados radicaba en su ... ¡desconocimiento de la propiedad privada!
En suma: esta constelación de creencias –racista y clasista hasta la médula– presidió el fenomenal despojo de que fueron objeto los pueblos originarios y liberó a los píos cristianos que perpetraron la masacre de cualquier sentimiento de culpa. Esa ideología reaparece en nuestros días, claro que de forma transfigurada, para justificar el aniquilamiento de los salvajes contemporáneos. Sigue “oprimiendo el cerebro de los vivos” y fomentando la indiferencia popular ante los crímenes del imperialismo. Con la invalorable contribución de la “industria cultural” hoy la condición humana le es negada a palestinos, iraquíes, afganos, árabes, afrodescendientes y a los pueblos que constituyen el ochenta por ciento de la población mundial.
Tirman concluye su análisis diciendo que esta indiferencia ante los “daños colaterales” y los millones de víctimas de las aventuras militares del imperio socava la credibilidad de Washington cuando pretende erigirse en el campeón de los derechos humanos. Pero no es sólo la credibilidad de Washington lo que está en juego. Más grave aún es el hecho de que la apatía y el sopor moral que invisibilizan la cuestión de las víctimas garantiza la impunidad de quienes perpetran crímenes de lesa humanidad en contra de poblaciones civiles indefensas.
No por casualidad Estados Unidos ha guerreado incesantemente en los últimos sesenta años. Los preparativos para nuevas guerras están a la vista: comienzan con la satanización de líderes desafectos, presentados ante la opinión pública como figuras despóticas, casi monstruosas; sigue con intensas campañas publicitarias de estigmatización de gobiernos y pueblos díscolos; luego vienen las condenas por presuntas violaciones a los derechos humanos o por la complicidad de aquellos líderes y gobiernos con el terrorismo internacional o el narcotráfico, hasta que finalmente la CIA o algún escuadrón especial de las fuerzas armadas se encarga de fabricar un incidente que permita justificar ante la opinión pública mundial la intervención de los Estados Unidos y sus compinches para poner fin a tanto mal. En tiempos recientes eso se hizo en Irak y luego en Libia. En la actualidad hay dos países que atraen la maliciosa atención del imperio: Irán y Venezuela, por pura casualidad dueños de inmensas reservas de petróleo.
Esto no significa que la funesta historia de Irak y Libia vaya necesariamente a repetirse, entre otras cosas porque, como lo observara Noam Chomsky, Estados Unidos sólo ataca a países débiles, casi indefensos, y aislados internacionalmente. Afortunadamente, ni Irán ni Venezuela se encuentran en esa situación. De todos modos habrá que estar alertas.
Atilio. A Boron / Politólogo.
Tomado: Página 12.com.ar
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