Iván Lira
Gilberto López y Rivas
El primero de enero próximo se cumplen 50 años del triunfo de la revolución en Cuba. El proceso de transformación económica, social, política, ideológica y cultural que da inicio en 1959 en la mayor de las Antillas no tiene parangón en América Latina. Con una permanente movilización y protagonismo del pueblo cubano –en sintonía con una dirigencia sensible y consensuada–, esta revolución ha tenido la habilidad y la fortaleza de resistir con éxito al poder imperialista más poderoso y destructivo que haya conocido la humanidad, el cual ha pretendido someterla por las vías militares abiertas y encubiertas, bloqueos económicos, políticos y diplomáticos, y por medio del apoyo permanente a grupos contrarrevolucionarios que actúan en el interior y fuera del país.
Cuando se observa en retrospectiva esta resistencia a la acción demoledora de Estados Unidos y a sus aliados; cuando se hace recuento de los numerosos procesos revolucionarios, democráticos y aún tímidamente nacionalistas abortados por la acción conjunta de fuerzas internas y los conocidos instrumentos subversivos estadunidenses, se constata lo inconmensurable de la tarea realizada por este pequeño país que ha decidido soberanamente su destino durante cinco largas décadas.
La revolución cubana tuvo que enfrentar también la desaparición de la Unión Soviética y del bloque económico y político de Europa del este, aliados político-militares y socios comerciales vitales para su seguridad y economía. Cuba salió airosa de esta prueba porque la experiencia socialista desarrollada en la isla se fundamenta en la realidad nacional y se enraíza en la ética y en el internacionalismo como políticas de Estado.
Este factor ha sido la base de la importante ayuda solidaria brindada a los movimientos de liberación nacional en América Latina, África y Asia, misma que se expresa en la actualidad en la presencia de técnicos y médicos cubanos en decenas de naciones en el mundo entero, todo lo cual ha redundado también en el conocimiento –en el terreno– de las realidades trágicas del capitalismo y el imperialismo de los cubanos que han participado en tareas internacionalistas a lo largo de estos años.
No obstante, el secreto de la longevidad del proceso revolucionario cubano se encuentra en su capacidad para hacer coincidir la radicalidad estratégica en el rumbo colectivista, con el mayoritario apoyo popular a las medidas tomadas en cada etapa de la revolución: las reformas agraria y urbana, la nacionalización de las empresas mayoritariamente estadunidenses, la declaración del carácter socialista de la revolución en el marco de un cruento sabotaje del imperio, la campaña de alfabetización, la edificación de fuerzas armadas, milicias y de seguridad pública de extracción y contenido nacional-popular, la gratuidad de los servicios públicos y la búsqueda de la excelencia en ámbitos básicos de la vida humana: salud, educación, cultura, arte, deporte, ciencia, técnica, investigación científica, etcétera. Sin el apoyo popular mayoritario al régimen socialista y sin la participación de la población en la defensa, la economía y el bienestar social, no es posible comprender la vitalidad de una revolución que no ha traicionado los principios martianos que constituyen la levadura de su identidad fundacional.
Siendo el pueblo cubano el principal artífice de esta gesta, es necesario reconocer el papel jugado por Fidel Castro, quien como revolucionario, estadista e intelectual orgánico ha estado siempre a la altura de las necesidades y los intereses del proceso de transformaciones.
Enemigo de la rutina, en permanente lucha contra todo conformismo, Fidel educó a varias generaciones de cubanos en las cualidades que el canciller Pérez Roque identificó en inspirado discurso: su concepto de la unidad como precondición del triunfo; la ética como razón de Estado, que no asume que el fin justifica los medios, no acepta que los revolucionarios torturen o asesinen, no imita los métodos de los enemigos; el desprendimiento por las cosas materiales, los homenajes y las vanidades; la solidaridad entregada como deber y no como arma de influencia política o instrumento del interés; la coherencia en los principios y los principios por encima de los intereses; el ejemplo personal, no pedir a la gente lo que no se está dispuesto a hacer antes; asumir las responsabilidades con derecho a más sacrificios y restricciones, y no a prebendas y canonjías; la verdad como arma y condición para ser respetado; la sensibilidad de sentir por los otros: de sentir como propio el dolor o la angustia de otros; nunca dejar de sentirse un ser humano capaz de comprender por lo que pasan los demás; la modestia, la ausencia de vanidad como aspiración de los revolucionarios; el afán de leer, estudiar y aprender; el rigor personal, el deber con las responsabilidades, de que las cosas salgan bien porque es el compromiso con el pueblo, con la causa que se defiende; la derrota no es tal hasta que no es aceptada, siempre existe la posibilidad de revertir una derrota; la aspiración a la justicia para todos, sin fronteras, como causa universal; la fuerza de las ideas, la convicción de que una idea justa puede más que un ejército; la ausencia total de odio hacia cualquier persona; odio profundo hacia la injusticia, la explotación, la discriminación racial, pero no hacia las personas, aun si son o han sido enemigos.
Este legado, que forma parte sustancial de la actual “batalla de las ideas”, es la clave para entender este 50 aniversario de la revolución cubana que se conmemora en el mundo entero y que para los latinoamericanos es motivo de orgullo y de compromiso solidario. Felicidades, hermanos y hermanas de un pueblo digno y valeroso. ¡Los cinco héroes volverán a la patria!
Tomado de La Jornada
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