Perseguidos, cambian sus nombres y ocultan sus orígenes, que se remontan en la zona al siglo III
El domari, su idioma mezclado con árabe, puede perderse en 10 años por el miedo a hablarlo y la falta de docentes.
Llegaron a Oriente Medio en dos oleadas, reclamados por reyes, shas y grandes señores. Los querían por sus dotes en la música, en la danza y en la guerra. Su peregrinar desde la India comenzó en el siglo III. Tienen, por ello, más derechos que muchos otros pueblos a llamar a Israel y a Palestina “su tierra“. Sin embargo, los gitanos de Tierra Santa viven sin el reconocimiento de ser un igual por historia, por convivencia, por roce de siglos. No son judíos ni son árabes, por eso a pocos importan. Sufren el conflicto como el que más, pero cada cual piensa que son parte del bando contrario. Llevan toda la vida cambiando de nombre para no ser descubiertos, tomando la religión de los que los rodeaban para no ser rechazados. Ahora, conscientes de su riqueza cultural y de que sus tradiciones se están muriendo con ellos, tratan de organizarse y gritar lo que los diferencia, lo que los hace únicos. Son los “dom“, los “hombres“, hermanos de los “rom” de Europa. Un puñado de supervivientes que quieren reivindicar lo que fueron: el pueblo distinto, respetado y querido, que eran cuando se exiliaron de su tierra, 18 siglos atrás. Reafirmar el pasado y la costumbre para no perecer en el presente.
Son pocos y poco cohesionados: unos 1.500 viven en Jerusalén, hay otros tantos en Cisjordania y unos 7.000 en Gaza. Se calcula que hay 2.800 más residiendo en campos de refugiados palestinos en Jordania. Antes de recalar aquí, pasaron por Irak, Siria, Irán o Jordania. El Sha de Persia fue el primero en invitar a estas tribus hindúes: trajo a 10.000 músicos y bailarinas que se multiplicaron rápidamente. Eso fue en el siglo III. Siete más tarde, los gitanos vinieron a Oriente Medio enrolados como soldados con varios generales turcos y persas, que habían peleado en India para imponer el Islam. Relegados en su país como una casta inferior, los gitanos decidieron partir con ellos. Fueron no menos de 20.000. Se fueron mezclando y extendiendo hasta llegar a los tres millones de habitantes que son en toda la zona. En Jerusalén y Palestina se hicieron herreros, comerciantes, músicos, veterinarios, ganaderos… Los beduinos, hermanos nómadas, fueron sus grandes compañeros. Casaron el árabe con su idioma y surgió el domari, el más complejo de los dialectos hablados por los gitanos del mundo. Hace cien años se asentaron en la Ciudad Vieja jerosolimitana y en el desierto de Judea. Eran ciudadanos de pleno derecho de aquella tierra bajo mandato británico. Sus mukhtars, sus líderes, eran respetados. Otro tiempo.
Más próximos por residencia y costumbre a los árabes, tuvieron que irse, como ellos, en la Guerra de Independencia de Israel en 1948 -en sus tiendas de campaña se escondieron años antes muchos combatientes de la resistencia antibritánica- y, más tarde, en la de los Seis Días (1967), cuando se calcula que se marchó casi el 60% de este pueblo -casi 400 de ellos sobrevivieron encerrados durante semanas en la Iglesia de Santa Ana de Jerusalén, a modo de Arca de Noé gitana-. De casi 250 familias que había entonces, por ejemplo, en Jerusalén, la cifra actual no llega a 80. Son casi invisibles. En ningún lugar se enseña su idioma, su cultura, sus cantes y bailes, no hay asistencia humanitaria para ellos porque no son palestinos puros y la municipalidad de Jerusalén tiene como prioridad las familias judías ultraortodoxas.
Lo cuenta la mujer que más hace por su comunidad, Amoun Sleem, directora de Sociedad Domari de Gitanos de Jerusalén, la única institución de su naturaleza en Israel y los Territorios Palestinos, que desde 1999 trata de dignificar la situación de su pueblo. Ella tiene que pelear por subvenciones, por ayudas locales e internacionales, tiene que convencer a los demás de la necesidad de ayuda que tienen los dom. El eco que encuentra es mínimo. “Tengo confianza cero en los políticos, que nos prometen cosas y luego nunca se acercan a ver lo que necesitamos. Tampoco en las ONG o en los cooperantes que vienen de Europa. Se extrañan cuando les digo que no somos palestinos, aunque nuestra historia está absolutamente ligada a la suya. Pero no somos ni israelíes ni palestinos, somos siempre los de en medio, y los de en medio también necesitan que se respeten sus derechos humanos“, dice esta mujer decidida mientras clava la mirada, triste y decepcionada, solemne y firme. Amoun explica que su gente sufre un doble ostracismo: el de la invisibilidad para el resto de sus convecinos y el de la “persecución”, que los lleva a ocultar lo que son. Muchos árabes los llaman “nawar“, una palabra que los relaciona con el fuego, con las fraguas en las que trabajaban muchos de ellos, pero que se emplea de forma despectiva, como un insulto, como sinónimo de “sucio”. “Hemos sufrido igual pero no nos sienten como iguales. Y los del otro lado, menos aún “, lamenta la directora. Ya no viven en guetos, sino en barrios mixtos (de mayoría árabe, frecuentemente), ha habido matrimonios que han roto las separaciones entre unos y otros y los domari se han alejado de ese puñado de oficios exclusivos y lo mismo son comerciantes que maestros que abogados. Pero no hacen gala de sus rasgos distintivos. “La mayoría tiene miedo al rechazo“, insiste Amoun.
Este oscurantismo les lleva a limitar sus costumbres a sus círculos cerrados y está poniendo en jaque su propia lengua. “Sólo los mayores, y unos pocos, usan aún el domari como lengua conversacional. En cinco o diez años puede desaparecer, porque los jóvenes no la hablan, se niegan porque son discriminados cuando los oyen. Y la nuestra es una lengua hablada, apenas hay rasgos escritos… Si no la usamos, se muere”, avisa. Lo que ha sido siempre un vehículo de comunicación hogareño, para hablar con la familia, para las tareas y costumbres de la casa, se ha convertido en el idioma críptico de un grupo de jubilados. La asociación que lidera Amoun está impartiendo clases para que no se llegue al extremo de perder una lengua con al menos 15 siglos de vida. Una encuesta de la revista This week in Palestine afirma que sólo el 20% de los adultos aún hablan domari de forma cotidiana y un tercio apenas entiende ya palabras sueltas. En la asociación pelean por frenar la tendencia, pero llegan hasta donde pueden, porque el dinero es escaso. “No estamos en la agenda de nadie“, insiste. Pese a las carencias, intentan dar clases de apoyo a los chavales de la comunidad (de inglés, de matemáticas, de lenguaje), cursos de literatura para niños y adultos, talleres sobre música y danza gitanas y, sobre todo, ayudan con una inyección de dinero gracias a la confección de productos artesanales: collares, pendientes, objetos para la casa… Las mujeres domari trabajan en casa y luego venden su labor en una cooperativa de artistas, Sunbula. De ahí sacan “lo que pueden”, que es poco. Ejemplo: más de 200 niños tiene la comunidad y no encuentran dinero ni para llevar a 35 al zoo. “Así en toooooodos los frentes”.
¿Y las autoridades? El Gobierno de Israel reconoce que no tiene “una partida especial” para el colectivo y por supuesto tampoco la tienen en el lado palestino. Nomi Knaufmann, trabajadora social del Ayuntamiento de Jerusalén, reconoce que “falta todo” para comenzar a atender a la comunidad. “No tenemos una radiografía clara de quiénes son estas personas y lo que necesitan”, dice. Sleem se ha entrevistado con el alcalde, Nir Barkat, en numerosas ocasiones, pero sus promesa no se concretan ni en un puñado de voluntarios. La misma situación ocurre en Cisjordania y Gaza. Pero Naciones Unidas sí tiene algunos datos que dan cuenta de lo necesaria que debería ser esa ayuda: la tasa de paro entre los domari es dos puntos superior a la palestina (del 21% en Cisjordania y del 48% en Gaza), y siete superior a la israelí (16%). El nivel de analfabetismo es del 17%, cuando en los Territorios está entre un 5 y un 7% y en Israel, del 5,1%. Hoy sus niños se enfrentan al mismo problema de escolarización de los árabes: no hay aulas suficientes, así que la mitad debe pagarse una plaza privada. Al menos un centenar de gitanos jerosolimitanos tienen problemas para recibir atención médica, porque a veces se les da el estatus de residente (como a los palestinos) y a veces, de nacional (israelí de pleno derecho). Son datos de la oficina del relator especial para los Derechos Humanos en los Territorios Palestinos.
Por su obligada relación histórica con las dos partes del conflicto, algunos domari se han visto en la circunstancia de ser refugiados, de tener que escapar de su tierra palestina, y no ser reconocidos como tales. Es el caso de la familia de Um y Rachida, dos hermanas que residen en Amman, Jordania. Ellas nacieron en el exilio, hijas de un matrimonio formado en un campo de refugiados. Nunca han pisado los Altos del Golán, de donde salieron sus familiares en 1948. Quieren entrar a Israel y ver la que fue su tierra de origen, pero en tres ocasiones han iniciado el proceso y en tres ocasiones han sido devueltas por los soldados. “En unos listados aparecemos sólo como ciudadanas jordanas. En otros, como refugiadas palestinas. En otros, como “gitanas orientales”. Ya hemos tenido problemas con la escolarización, porque de pequeñas nos decían que éramos judías… Un abogado nos está ayudando a cambiarlo todo. ¿Tan complicado es de entender que somos gitanas y escapamos de Palestina?”, se queja Um, 23 años, estudiante de Farmacia. Rachida, la mayor, 28 años, puericultora, reconoce que aún puede hablar domari con cierta fluidez, porque se crió en uno de los barrios con más gitanos palestinos de Jordania, Jebal Al Nadhif. Entonces su madre aún gustaba de hacerla bailar y cantar, o le enseñaba canciones en “la lengua de los pájaros”, como decía el historiador Jacob Schimoni. Duró poco. “Era tan complicado explicar qué somos que, poco a poco, dejamos de decirlo y de mostrarlo. Mi padre murió joven y mi madre nos sacó adelante. Nunca hemos sido muy practicantes, pero por costumbre éramos musulmanas y comenzamos a ejercer de una forma más vistosa, para hacer comunidad con los otros. Al menos, que la religión no nos marcase. Yo me siento ahora tan musulmana y árabe como gitana, no puedo distinguir entre una cosa y la otra, somos pueblos inseparables”, apostilla. Las dos hermanas explican que en sus calles, y sobre todo en una próxima, Amán Muhajirin, llamada “la calle de los inmigrantes”, aún se ven de cuando en cuando fiestas típicas de los dom, bodas o nacimientos o funerales. “Se matan ovejas a nuestro estilo, se visita a la familia, se cumplen las cuarentenas… pero de una forma muy poco expresiva. Los ritos han perdido fuerza”, añade Um.
En Jordania aún quedan rescoldos, pero en Gaza la situación es notablemente peor. No hay asociaciones ni grupos fuertes de domari, pese a formar la comunidad más numerosa. No están estructurados, no se defienden entre ellos. La pérdida paulatina de señas de identidad es el resultado de esa división. Comenzando por las cosas más prosaicas: “Las mujeres gitanas ya no bailan, como no bailan las palestinas. Sería un sacrilegio celebrar cuando un pueblo, el de Gaza, está sufriendo como sufre. ¿Quién piensa en fiesta o música cuando sufre un bloqueo o un bombardeo? No lo pide el alma”, argumenta el doctor Zahar, de la Sociedad Palestina de Ayuda Médica y gitano gacense “apenas practicante”. Las restricciones de movimientos entre Cisjordania, Gaza y Jerusalén tampoco ayudan a la comunidad, ya que separa territorios, impide intercambios familiares y culturales y frena en seco el uso, por ejemplo, del domari. “Quizá el idioma es lo único que aún preservamos aquí con cierto éxito”, explica. “Es todo: si hay dificultades económicas es complicado que estemos todo el día cocinando baklava, kufana o gharibeh“, expone, irónico.
El doctor presenta a la familia de Aishe, 39 años, tres hijas, con un marido encamado de por vida por la metralla que recibió en la Operación Plomo Fundido a manos de Israel. Ella ha sido vecina del médico desde pequeña. Su caso es el de la desaparición total de una cultura. No habla una palabra de domari, confiesa, y lo poco que supo lo ha olvidado. La criaron como a una gitana, pero a los 16 años se escapó de casa para contraer matrimonio con Majed, un joven musulmán. Ambos vivían en Tal al Hawa, en Gaza. Su familia intentó “rescatarla”, pero ella se negó. “Aunque había vivido con musulmanes toda la vida, no podía imaginar que el cambio fuese tan grande”, dice esta mujer, vestida según costumbre islámica y que sólo abre la mano con sus hijas. “Son muy pequeñas para ir tapadas, aunque ahora… bueno, todo el mundo se cubre”, dice en alusión a las costumbres integristas de Hamás. Las pequeñas no han tenido contacto con su familia gitana y apenas han escuchado unas cuantas nanas en el idioma materno. “Guardo mi cultura en mi corazón. Soy gitana pero ahora debo respeto y obediencia a mi esposo. Ojalá que al menos el resto de mi pueblo se siga acordando de nuestras costumbres”, desea.
Carmen Rengel / (Jerusalén)
Tomado: Periodismo Humano.com
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