3 dic 2010
La izquierda latinoamericana entre la lógica pendular y la razón emancipatoria
Intervención en la Mesa redonda: Izquierda y renovación del pensamiento. Coloquio Internacional de las Ideas Políticas. Universidad Arcis, Santiago de Chile, 19 de abril de 2006.
Si ustedes me permiten, prefiero hablar de los problemas en el pensamiento de izquierda y no de “renovación”, porque lo nuevo no es en sí mismo sinónimo de bueno. Los problemas tienen que verse en relación con los objetivos, y éstos con lo que define la identidad de izquierda –en toda su heterogeneidad- que es la búsqueda de la emancipación humana, que implica necesariamente igualdad social. Desde aquí hay que partir.
Para pensarse, la izquierda latinoamericana requiere de una actitud epistémica que le exige despejar varios asuntos. Para empezar, saber distinguir entre derrota y fracaso, no sólo para pensar la historia reciente, cuestión todavía pendiente y que contamina intelectual y moralmente, sino también para pensar los desafíos: porque en América Latina se ha comenzado a salir de la derrota, pero salvo en Cuba y Venezuela hasta ahora, en varios países podría estarse caminando hacia el fracaso. Es necesario también superar la aceptación vergonzante de la “teoría de los dos demonios” difundida por la derecha, que responsabiliza a los que luchan contra la opresión, la desigualdad y la injusticia, y justifica la brutalidad de los opresores y privilegiados. Es imprescindible, asimismo, dejar de perseguir fantasmas, atribuyendo al marxismo lo que el dogmatismo y la vulgarización hicieron pasar por él. Lo que, por cierto, ayudaría a analizar con más rigor lo que hoy son cambios morfológicos de procesos de más larga duración y los que son fenómenos totalmente nuevos. También es necesario dejar de hacer análisis autorreferidos, y esto en dos sentidos: de una parte, para medir los avances no sólo por los esfuerzos invertidos –que siempre deben destacarse- sino en función de las responsabilidades que se tienen y, de otra parte, para definir los objetivos, que no son a modo de nuestras preferencias sino que los impone la realidad a transformar. Y, en este sentido, es necesario prolongar los horizontes temporales del análisis, que se cortaron abruptamente con la crisis del mal llamado socialismo real y que hoy no van más allá del próximo episodio electoral. En otras palabras, la izquierda latinoamericana tiene que recuperar, o en su caso empezar a desarrollar, su capacidad de análisis estratégico.
Esto es urgente, porque hemos ingresado en una nueva época de crisis del capitalismo como sistema histórico, de un capitalismo que siendo primordialmente especulativo, rentista y expropiador sólo puede reproducirse agudizando contradicciones incurables. Esta es una situación nueva, no comparable a período anterior alguno. Los sectores más lúcidos de la derecha lo saben; están desarrollando una estrategia para enfrentarlo, y lo están haciendo con miras a 50 años. Su estrategia tiene como eje la seguridad, seguridad para el capital, en primer lugar sobre la propiedad; seguridad para garantizar las condiciones de su reproducción, basadas cada vez más en formas de acumulación originaria, es decir, de expropiación, de saqueo, con formas neocoloniales basadas en el control territorial directo sobre las materias primas, los recursos energéticos, el agua, la biodiversidad, además de imponerle a las regiones más débiles sus desechos tóxicos; y seguridad frente a la pérdida irremediable de la cohesión social, eso que llaman “capital social” y que en buen romance implica domesticar a los oprimidos, proclives cada vez más a la protesta y la rebeldía. Los dominantes han logrado socializar su gran problema estratégico de la seguridad como un asunto tan sólo de “hurtos y rapiñas”, una trivialización que confunde a no pocos izquierdistas.
En América Latina, expresión de esa estrategia conservadora es el posliberalismo, el mentado Consenso Posliberal que los ideólogos más lúcidos del sistema vienen gestando desde hace una década. Que se presenta como crítica al neoliberalismo, incluso expropiándole el lenguaje a la izquierda, pero que tiene por objetivo preservar al capitalismo. Es una estrategia esencialmente de control político, que comienza a implementarse desde mediados de la década pasada cuando diagnostican crisis de gobernabilidad por el fracaso del modelo político para impedir la expresión de demandas sociales; que luego busca incidir en el debate de alternativas al neoliberalismo con el propósito de neutralizarlas, y que, cuanto más difícil les resulta impedir que la izquierda gane elecciones, tiene ahora por objetivo hacer que ella se haga cargo de la ejecución de esa estrategia. Los éxitos que ya han tenido es una medida de los problemas en el pensamiento de la izquierda, tanto para pensarse a sí misma como para pensar a los dominantes. Una izquierda que además de vaciamiento teórico muestra un insuficiente conocimiento histórico, lo que la lleva a enredarse en los discursos doctrinarios que dan forma y encubren los objetivos capitalistas; y que tiene déficit investigativos que le dificultan distinguir entre discurso y proyecto dominantes.
Los posliberales hacen uso de esas ventajas para convencer que puede superarse el neoliberalismo sin tocar al capitalismo. Se presentan como anti-neoliberales porque apelan a “más Estado”, y con eso adquieren enseguida credenciales de “progresistas”. Neoinstitucionalismo, reformas de segunda generación, políticas públicas. Y sí, su estrategia conservadora de seguridad requiere de más Estado. Esto encandila inmediatamente a una izquierda que ha asimilado la retórica neoliberal, que se ha creído el cuento del laissez faire, del Estado mínimo. Y que demuestra que todavía no tiene del todo claro qué es el neoliberalismo, aunque rechace sus efectos. Esto le facilita a los posliberales una operación reduccionista para disociar al neoliberalismo del capitalismo. Reducen el neoliberalismo a una doctrina (“laissez faire”), a un decálogo de políticas económicas (“Consenso de Washington”), y a un responsable (el Fondo Monetario Internacional). El Banco Mundial y el BID se autoeximen.
El neoliberalismo no es Estado mínimo, sino una intensa intervención estatal a favor del gran capital: disciplinando a la fuerza de trabajo; liberando al capital de toda traba jurídica; transfiriéndole riqueza social e ingresos de los no propietarios; estatizando la política para subordinarla a sus intereses. Tampoco puede ser reducido al “Consenso de Washington”, fetichizado por cierto porque existe como consenso real pero con minúscula, no formalizado como para ponerlo con mayúscula. Aun si admitiéramos la reducción del neoliberalismo a ese decálogo de políticas económicas, éstas condensan y reproducen ampliadamente la violenta transformación de las relaciones de poder entre capital y trabajo a favor del primero, que es la esencia, condición y resultado de la reestructuración capitalista. No pueden cambiarse esas políticas sin alterar las relaciones de poder que les dan sustento, y los posliberales buscan conservarlas. Por otra parte, la personalización del responsable “afuera”, en Washington, exime de responsabilidades a los capitalistas concretos: a los grandes, también latinoamericanos que son transnacionales, y asimismo a los medianos, que han sido satélites y cómplices del gran capital.
Las reformas de segunda generación, formuladas desde el Banco Mundial en la época de Stiglitz, ni siquiera niegan a las primeras, las del “Consenso de Washington”; al contrario, dicen que eran correctas pero mal aplicadas y que se cometieron excesos. El neoinstitucionalismo realmente existente, que ya tiene casi una década, es grotescamente proactivo a favor del capital: la pregonada reforma jurídica le aporta mayor seguridad a la gran propiedad, judiciariza la política y la represión para neutralizar opositores; se legisla para legalizar la flexibilización laboral; se convierte el neocolonialismo en derecho público internacional. Las políticas públicas en nombre de la “equidad” y de la “igualdad de oportunidades” se fundamentan en la muy neoliberal teoría del capital humano y no son distintas a las neoliberales políticas focalizadas contra la pobreza. La retórica posliberal sobre la regulación de mercados se rinde ante el altar que los mismos posliberales levantan a la inversión privada, extranjera y local, a la que –dicen- no se puede limitar pues genera empleo; cuando es principalmente especulativa y rentista, no lo genera. La deuda externa hay que honrarla y los bancos centrales deben mantenerse autónomos.
Pero hablan de Estado. La retórica liberal ha sido tan penetrante que la izquierda ha llegado a aceptar que la diferencia entre derecha e izquierda es entre antiestatismo y estatismo respectivamente, lo que es falso. La derecha no es antiestatista, ni la izquierda es –no debiera- ser estatista, pues el Estado es medio, no un fin en sí mismo. Las experiencias que así lo practicaron fracasaron. Lo que las diferencia es la búsqueda o rechazo de la igualdad. Y hay que recordar que no eran estatistas Marx ni Engels, quienes advertían contra la fascinación frente al Estado y planteaban la necesidad de que se extinguiera como dominación sobre los hombres para que fuera administración sobre las cosas. No lo fue Lenin, inspirado en la Comuna de Paris, y crítico riguroso de la burocratización.
El Estado –que no sólo es el gobierno- es un poderoso instrumento de transformación, pero sólo si se transforman las relaciones de poder que en él se expresan. Si no, los gobiernos de izquierda sólo podrán administrar lo existente, aunque más eficiente y honestamente. Lo nuevo para la izquierda latinoamericana es que la extensión del rechazo al neoliberalismo le aporta más votos de lo que es su efectiva fuerza social y, por lo tanto, política. Por eso su capacidad transformadora es limitada. Tiene que gestar esa fuerza social y política, incluso para hacer reformas. Porque hoy, en América Latina, si se quiere ser de verdad reformista necesariamente hay que ser anticapitalista y antiimperialista. Esto nada tiene que ver con maximalismos, ni con una discusión ideologizada y dicotómica entre reforma y revolución. Es que sin afectar los cimientos de la reproducción del capitalismo se puede reformar muy poco, y en breve tiempo lo hecho será engullido por las propias dinámicas capitalistas. Varios gobiernos de izquierda ya se ven atados de manos para llevar a cabo el programa de reformas con el que ganaron elecciones en tanto implica cambios económicos. Se declaran impotentes y dicen que ahora es más difícil que antes. ¡Claro que lo es si no se está dispuesto a tocar privilegio alguno del capital!
Los posliberales han logrado popularizar la idea burguesa de la historia como péndulo, que explica al capitalismo como sucesivos movimientos de corrección de anomalías o excesos, que lo devuelven a sus equilibrios y a su normalidad como progreso. Las oscilaciones pendulares siempre son cambio para regresar, siempre se está dentro del capitalismo. La propia derecha difunde la idea de que el actual cambio de orientación política de los gobiernos en nuestra región corresponde a un natural movimiento pendular contra los excesos del neoliberalismo, pero que nada puede hacerse fuera o contra el capitalismo. La izquierda sólo podría ser posliberal. Lo que la teoría del péndulo no dice, por supuesto, es que en la historia del capitalismo cada movimiento de ajuste y corrección generado por el propio sistema (siempre presionado por las contradicciones sociales), se hizo para lograr mayores ganancias –ése es el progreso- y que con cada cambio de mecanismos de reproducción hubo un cambio cualitativo en una mayor concentración y centralización del capital, no un punto de retorno. La contrarrevolución capitalista neoliberal fue exitosa para elevar ganancias, pero el grado de concentración a que condujo produce contradicciones cada vez más intensas, que estamos viendo incluso en el centro del sistema.
¿Adónde llevarían los éxitos del posliberalismo? A asegurarle al capital sus ganancias y, por lo tanto, más concentración, mayor poder para disponer de la gente y su ambiente. Es por eso que hoy el anticapitalismo y el antiimperialismo son hasta una estrategia defensiva, no sólo de vidas y países, sino del planeta mismo.
La izquierda acepta la idea del péndulo, contenta porque ahora le toca a ella. Como si el viraje fuera un fenómeno natural, ajeno a sus propias luchas y resistencias. Pero también, me parece, porque tras la idea del péndulo quizás cree poder zafar de los desafíos de ruptura con el orden actual, desafíos que tanto le pesan por los bloqueos y telarañas que mencioné al comienzo. Pero la izquierda tiene que decidir, honestamente, si renuncia a su razón de ser emancipatoria y se va para su casa, o si asume los retos.
Los tiempos se acortaron. Pero hoy los escenarios no son más difíciles que hace algunos años, tanto en la región como en el sistema mundial. Hay que saber verlo y para eso hay que ampliar horizontes. Hay, asimismo, mayor disponibilidad social para los cambios, como para poder disputar la dirección que tome la crisis del capitalismo. En esta crisis no se juega solo, el capital no se rinde. ¿Está dispuesta la izquierda a garantizarle control social y político para darle seguridad? Aquí no estamos hablando sólo de defecciones, sino del destino de los seres humanos y del planeta, y esto no es retórica. Como se ve, estos problemas complejos no pueden dilucidarse analíticamente con puros lugares comunes o con formulaciones meramente morales. El desafío intelectual es grande.
Beatriz Stolowicz
Tomado de Cur.cl.
Tomado: Qué Hacer.com.uy
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