Imagen J. Kalvellido
El socialismo está de moda. “Ahora todos somos socialistas”, declara el Newsweek. Tal y como lo dice la derecha, vivimos actualmente en los Estados Unidos Socialistas de Europa. Pero ¿qué tienen que decir de la crisis económica global quienes se definen como socialistas (y sus amigos progresistas)?
Si no se ha oído a los socialistas hacer demasiado ruido respecto a la caída del capitalismo, no es precisamente porque seamos pocos para producir un ruido audible. Nosotros, como cualquiera en Wall Street en, digamos 2006, apreciamos la capacidad de autoafirmación del capitalismo americano, su habilidad para recuperarse y encontrar nuevos caminos para desarrollarse, como hizo después de las depresiones de 1877, 1893 y 1930. De hecho El Manifiesto Comunista puede leerse no sólo como una acusación al capitalismo sino también como un impresionante himno a su dinamismo. Es bien conocido el chiste sobre el economista marxista que acertó en la predicción de once de las tres últimas recesiones.
Pero puede que esta vez el paciente no se levante de la camilla por más que se le apliquen electrochoques para “estimularlo”. Parece que hemos entrado en la espiral de la muerte en que el aumento del paro lleva a la reducción del consumo y de ahí a más paro. Cualquier alegría que podamos sentirnos tentados a experimentar viendo a los directivos perder sus jets corporativos y a los ex - señores del universo limpiarse los huevos de sus caras, se estrella rápidamente contra el sufrimiento cada vez más vívido que nos rodea. Las despensas de alimentos y los albergues ya no pueden cubrir la demanda; millones de personas se enfrentan a la vejez con sus pensiones esquilmadas; nosotros mismos nos consumimos de ansiedad respecto al futuro que espera a nuestros hijos y nietos.
Además, no se suponía que las cosas ocurrieran de esta forma. Se suponía que habría una revolución ¿os acordáis? La idea, predicción, fe o lo que sea, socialista era que el capitalismo caería cuando las gentes se cansarían de intentar vivir de las migajas que caen de la mesa de los ricos y se alzarían de alguna forma –preferiblemente de forma inclusiva, democrática y no violenta- y se harían con la riqueza por ellos mismos. Esta toma de posesión no se habría parecido en nada a una “nacionalización” como la que se discute actualmente, en la que la riqueza pública fluye hacia el sector privado sin o con poco cambio en las élites que la controlan o en la forma en que se ejerce el control. Nuestras expectativas como socialistas eran que la gran cantidad de organización requerida para un cambio revolucionario crearía una infraestructura de gobierno, construido por –entre otras piezas del rompecabezas- los sindicatos, organizaciones comunitarias, grupos de intereses y nuevas organizaciones de parados y nuevos pobres.
También se suponía que sería sencillo para las masas tomar o “apoderarse” de la infraestructura física del capitalismo industrial –los “medios de producción”- y empezar a hacerla trabajar para el bien común. Pero gran parte de los medios de producción han volado al exterior; a China, por ejemplo, este bastión del capitalismo autoritario. Cuando contemplamos nuestro paisaje, con cada vez más cierres y examinamos las ruinas del capitalismo financiero, vemos banco detrás banco, inmobiliarias y compañías de seguros, compañías de títulos, compañías de seguros, agencias de notación y centrales telefónicas, pero no suficientes empresas que hagan algo realmente utilizable, como alimentos o medicamentos. En los últimos años el capitalismo se ha vuelto cada vez más abstracto, de una forma casi mística. Fuera de los sectores manufacturero y de servicios, cada vez menos gente es capaz de explicar a sus hijos lo que hacen para ganarse la vida. Los estudiantes más brillantes han ido a las finanzas, no a la física. Los mayores edificios urbanos contienen cubículos y pantallas de computadores, no líneas de ensamblaje, laboratorios, estudios o aulas. Incluso nuestra industria de bandera, la fabricación de automóviles, requeriría un gran retoque para hacer algo utilizable: no más automóviles, menos aún todoterrenos, sino más molinos de viento, autobuses y trenes.
Lo más cargante, desde una perspectiva socialista, es la noción evidente de que el capitalismo puede dejarnos con menos de lo que encontró en este planeta hace 400 años, cuando el modo de producción capitalista empezó a despegar. Marx pensó que el capitalismo industrial había resuelto potencialmente el viejo problema de la escasez y que había bienes en abundancia para avanzar siempre y cuando se distribuyeran de modo equitativo. Pero el capitalismo industrial –con algo de ayuda del comunismo industrial- ha llevado a un tal grado de destrucción medioambiental que amenaza a nuestra especie, junto a muchas otras. El clima se está calentando, la oferta de petróleo está alcanzando sus niveles máximos, los desiertos están avanzando y los mares se están elevando y contienen cada vez menos peces para alimentarnos. No hace falta ser un pesimista chiflado para darse cuenta de que el próximo capítulo puede ser la extinción.
En una situación como ésta en que están en juego la supervivencia biológica a largo plazo y la económica diariamente, la única cuestión relevante es: ¿tenemos un plan? ¿Es posible ver una salida e ir hacia un futuro justo, democrático, sostenible (añada sus adjetivos favoritos)?
Pongámoslo claro sobre la mesa: no lo tenemos. Por lo menos, no tenemos a punto, para sacárnoslo del bolsillo, ningún guión de como organizar la sociedad. Si ello puede sonar a negligencia por nuestra parte, hay que explicar que el socialismo era una idea de como reordenar la propiedad y la distribución y, hasta cierto punto, la gobernanza. Asumía que había mucho valor para poseer y distribuir; no imaginaba tener que habérselas con un modo de vida completamente nuevo y sostenible desde el punto de vista medioambiental. Además, la historia del socialismo ha sido desfigurada por demasiados dirigentes con un plan perfecto, siempre y cuando pudieran ganar el siguiente debate, llevar a cabo un golpe o conseguir suficiente gente que les siguiera.
Pero comprendemos –y esto es una de las cosas que nos caracterizan como “socialistas”- que la ausencia de un plan, o por lo menos de algún tipo de proceso deliberativo para planear lo que hay que hacer, no puede continuar siendo una opción. La gran promesa del capitalismo, al principio sugerida por Adam Smith y recientemente insertada en el “fundamentalismo de mercado”, era que no había necesidad de planear nada ya que el mercado se encargaría de todo por nuestra cuenta. En vez de infundir confianza, esta versión de la empresa privada ha fomentado la pasividad frente a esta divinidad inescrutable, el Mercado. Desregulad, dejad a los salarios caer a su nivel “natural”, convertid lo que queda del gobierno en una fuente inagotable de gratificaciones para los contratistas… ¡a vivir! Bien, la cosa no ha funcionado y la idea central del socialismo todavía está ahí: que la gente puede agruparse y planear como solucionar sus problemas, o por lo menos muchos de sus problemas, colectivamente. Que nosotros –no el mercado o los capitalistas o alguna élite de súper-planificadores- tenemos que controlar nuestro propio destino.
Lo admitimos: no tenemos ni siquiera un plan para el proceso deliberativo que sabemos que debe reemplazar la locura anárquica del capitalismo. Desde luego tenemos cierta noción de como debe funcionar, basándonos en nuestras experiencias con el movimiento de derechos humanos, el movimiento de mujeres y el movimiento de trabajadores, así como con un gran número de empresas cooperativas. Esta noción está centrada en lo que todavía llamamos “democracia participativa”, en la que todas las voces se oyen y todo el mundo es igualmente respetado. Pero no tenemos modelos precisos de democracia participativa a la escala requerida actualmente, que implica a cientos de millones, y potencialmente billones, de participantes a la vez.
¿Cómo sería este modelo? Hay algunos modelos fascinantes para estudiar, como los famosos experimentos del Partido de los Trabajadores brasileño para desarrollar un presupuesto participativo en Porto Alegre. El fundador del Z Magazine, Michael Albert, desarrolló una aproximación muy detallada a la planificación a partir de las masas, a la que denomina economía participativa, o “parecon”. Uno de nosotros (Fletcher, en su libro Solidarity Divided, escrito con Fernando Gapasin) ha propuesto una red local de asambleas populares. Pero todo eso es experimental y nos damos cuenta de que cualquier sistema de planificación democrática de masas será caótico. Se tambaleará; a veces se equivocará; y será devuelta muchas veces a la oficina planificadora.
Pero como socialistas sabemos el espíritu con que debe emprenderse este gran proyecto de salvación colectiva, el espíritu de solidaridad. Una noción hasta hace poco anticuada, que cobra vida de nuevo en el simbolismo y la energía de la campaña de Obama. El estribillo ¡Sí, podemos! era el slogan del movimiento Trabajadores del Campo Unidos y fue adoptado por varios sindicatos y organizaciones comunitarias para enfatizar lo que una gran cantidad de gente puede conseguir a través de la acción colectiva. Incluso las llamadas relativamente anodinas de Obama a un nuevo compromiso con el voluntariado y el servicio a la comunidad parecen haber inspirado un espíritu de “devolver”. Si la idea de planificación democrática, de controlar nuestro destino, es el contenido intelectual del socialismo, la solidaridad es su fuente de energía emocional: la comprensión moral y la firme convicción de que por apabullantes que sean los desafíos, estamos juntos en ello.
Sin embargo, sin organización la solidaridad es un sentimiento vacío –formas de pensar y de trabajar conjuntamente y de conectar los movimientos sociales que luchan diariamente contra la injusticia. Vemos una oportunidad extraordinaria en el sombrío hecho de que millones de americanos han sido convertidos en innecesarios por la economía capitalista y son libres de dedicar sus considerables talentos a crear una alternativa más justa y sostenible. Pero si somos serios respecto a la supervivencia colectiva frente a nuestras múltiples crisis, debemos construir organizaciones, inclusive las explícitamente socialistas, que puedan movilizar este talento, desarrollar liderazgo y lanzar batallas locales. Debemos ser serios porque las élites capitalistas que han dirigido las cosas hasta ahora han perdido todo su crédito, o incluso respeto, y nosotros – los progresistas de todos los colores – somos los únicos a la altura de las circunstancias.
Barbara Ehrenreich es una periodista norteamericana que goza de gran reputación como investigadora de las clases sociales en EEUU. Su libro más reciente es This Land Is Their Land: Reports From a Divided Nation. Bill Fletcher Jr. es el editor de Black Commentator, y fundador del Center for Labor Renewal.
Traducción: Anna Garriga
Tomado de Sin Permiso
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