El Centro de la Memoria custodiará 150.000 documentos sobre los represaliados
Miles de milicianos apresados por las tropas franquistas vivieron durante años una segunda condena. A sus largas penas de cárcel sumaron horas y horas de trabajos forzados por el único delito de haber permanecido fieles a la República. Tendieron vías férreas. Abrieron carreteras. Levantaron pantanos. Restauraron pueblos destruidos por la guerra. E, incluso, se incorporaron como mano de obra barata a empresas de personajes cercanos al régimen. Todo ello con jornadas de sol a sol y a cambio de ranchos de sardinas, pan, mermelada y un poco de carne. La mayoría albergaba la esperanza de que con su esfuerzo verían reducidos sus años entre rejas.
Todos estos hombres y mujeres cerca de medio millón, según algunos historiadores tendrán ahora un hueco en la historia. El primer paso lo dio ayer el Centro Documental de la Memoria Histórica, en Salamanca, que recibió de manos de la subsecretaria del Ministerio de Cultura, Mercedes Elvira del Palacio, y del director general del Libro, Archivos y Bibliotecas, Rogelio Blanco, los 4.987 expedientes con miles de documentos sobre estos esclavos de Franco que el Tribunal de Cuentas albergó durante 35 años.
La cesión incluye 145 cajas de documentos sobre los movimientos mensuales entre 1936 y 1945 de los reclusos de 540 centros de retención, campos de concentración y "batallones de prisioneros trabajadores". Sus traslados de uno a otro. El costo de su alimentación y, en el caso de los batallones de trabajo, de sus salarios. Las órdenes de mandos reclamando más mano de obra... Toda una fría burocracia plagada de listados de presos sin fin y detalladas contabilidades del dinero supuestamente gastado que fueron enviados con todo el formalismo al Tribunal de Cuentas para su fiscalización y que ahora sirve para sacar a la luz el drama que vivieron aquellos republicanos.
Es el caso de Juan Campillo, un recluso del eufemísticamente llamada Batallón de Trabajadores Especialistas, con sede en Madrid, al que el jefe carcelero volvió a enviar a un campo de concentración por "haber atropellado a dos ciclistas" mientras ejercía de conductor a la fuerza. O el de David Miranda, quien, el 11 de mayo de 1939, ingresó en el Batallón de Trabajadores número 3, con sede en la capital, acusado de ser un desertor. O los de Julián Tomás, Esteban Gete y Pedro Arteaga, entre otros, a quienes "su mala conducta" les llevó a engrosar otro de estos batallones. Todo ello plasmado en largos estadillos con sus correspondientes sellos y pólizas, con el escudo del águila de San Juan como garante de su validez.
Una dura disciplina que se unía a las inhumanas condiciones de trabajo y que, según se deduce de la documentación ahora sacada a la luz, llevaba a muchos de estos trabajadores forzosos al hospital. El 15 de julio de 1939, la Inspección de Campos de Trabajo pide a un campo de concentración de Zaragoza "50 prisioneros para cubrir bajas".
Dos semanas después reclama más presos con el mismo fin. En este caso, sendos grupos de 30 y 40 "trabajadores". A menudo, las bajas son definitivas. El Batallón Disciplinario número 11, con sede en Rentería (Guipúzcoa), emite el 1 de octubre de 1940 un escueto estadillo en el que señala cuatro "muertos por accidente". Ni siquiera pone nombre a todos ellos.
Sardinas, chuscos y membrillo
Todo ello salpicado con notas mecanografiadas o simplemente manuscritas por oficiales y suboficiales del Ejército vencedor en el que dan cuenta de la entrega de raciones "frías" y "calientes" para presos y "evadidos del campo rojo". El importe de las latas de sardinas, de las de ternera "a la jardinera", de las libras de chocolate, de los kilos de membrillo y de los chuscos de pan supuestamente dados a los presos se recogen con el único fin de que las arcas del Estado las sufragen. El "socorro alimentario" de uno de estos reclusos trabajadores era tasado en agosto de 1938 por los burócratas franquistas en 1,65 pesetas. En algunos batallones, como el número 111 de Valladolid, entraban al detalle, y reclamaban 20 céntimos por cada desayuno.
Son los años triunfales, como destacan todos los informes, en los que los reclusos van y vienen de un campo a otro. En uno, un coronel reclama presos republicanos para reforzar sus cuadrillas. Pero no vale cualquiera. Exige que sean enviados "convenientemente equipados, en perfectas condiciones higiénico sanitarias y con el pelo cortado". En otros casos se pide que conozcan determinadas profesiones. El 15 de septiembre de 1939, un alférez comunica el envío de dos prisioneros "debidamente custodiados" cuyo oficio es el de zapatero.
Algunos expedientes recogen los sueldos de los oficiales de los batallones, que van de las 916, 66 pesetas que cobraba un comandante a las 500 de un alférez. O las 600 pesetas de pensión extra a la que tenían derecho, en octubre de 1949, todos los que tuvieran la Cruz de San Hermenegildo.
Los documentos detallan algunos de los tajos a los que eran enviados los republicanos: las líneas de ferrocarril Soria-Castejón (Navarra) y Santander-Mediterráneo; la construcción del pantano de La Muedra (Soria); las minas de Utrillas (Teruel); la reconstrucción del puerto de Castellón o, simplemente, "la recuperación de chatarra en Huesca". Obras que cada poco tiempo necesitan nueva mano de obra. El 15 de abril de 1939, el coronel del Grupo de Trabajadores del Ferrocarril Soria-Castejón ordena al campo de concentración de Burgo de Osma (Soria) "un contingente de 150 prisioneros". El centro no puede cubrir el encargo y le comunica que 52 presos llegarán del Campo de Miranda de Ebro (Burgos). Al franquismo siempre parecía faltarle mano de obra barata.
Oscar López-Fonseca - Salamanca
Tomado de Público
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