Rebeldes llevan en camión al centro de Bengasi el cadáver de un combatiente simpatizante del gobierno de Muammar Kadafi. Foto AP |
Y luego de Túnez y de Egipto, tenía que ser Libia, ¿verdad? Los árabes de África del norte demandan libertad, democracia, no más opresión. Sí, eso es lo que tienen en común. Pero otra cosa que esas naciones tienen en común es que fuimos nosotros, los occidentales, quienes alimentamos a sus dictaduras década tras década. Los franceses acurrucaron a Ben Alí, los estadunidenses apapacharon a Mubarak y los italianos arroparon a Kadafi hasta que nuestro glorioso líder fue a resucitarlo de entre los muertos políticos.
¿Sería por eso, me pregunto, que no habíamos sabido de lord Blair de Isfaján en fechas recientes? Sin duda debería haber estado allí, aplaudiendo con júbilo ante una nueva intervención humanitaria. Tal vez sólo está tomando un descanso entre episodios. O tal vez, como los dragones en La reina de las hadas, de Spenser, está vomitando en silencio panfletos católicos con todo el entusiasmo de un Kadafi en pleno impulso.
Abramos el telón apenas un poco y observemos la oscuridad que hay detrás. Sí, Kadafi es un orate absoluto, un lunático del nivel de Ajmadineyad de Irán o Lieberman de Israel, quien una vez, por cierto, se puso a fanfarronear con que Mubarak podía “irse al infierno”, pero se puso a temblar de miedo cuando Mubarak fue en verdad lanzado en esa dirección. Y existe un elemento racista en todo esto.
Medio Oriente parece producir estos personajes… en oposición a Europa, que en los 100 años pasados sólo ha producido a Berlusconi, Mussolini, Stalin y el chaparrito aquel que era cabo en la infantería de reserva del 16 regimiento bávaro y que de plano perdió el seso cuando resultó electo canciller en 1933… pero ahora estamos volviendo a limpiar Medio Oriente y podemos olvidar nuestro propio pasado colonial en este recinto de arena. Y por qué no, cuando Kadafi dice a la gente de Bengasi: “iremos zenga, zenga (callejón por callejón), casa por casa, cuarto por cuarto”. Sin duda es una intervención humanitaria que de veras, de veritas es una buena idea. Después de todo, no habrá “tropas en tierra”.
Desde luego, si esta revolución fuese suprimida con violencia en, digamos, Mauritania, no creo que exigiéramos zonas de exclusión aérea. Ni en Costa de Marfil, pensándolo bien. Ni en ningún otro lugar de África que no tuviera depósitos de petróleo, gas o minerales o careciera de importancia en nuestra protección de Israel, la cual es la verdadera razón de que Egipto nos importe tanto.
Enumeremos algunas cosas que podrían resultar mal; demos una mirada de soslayo a esos murciélagos que aún anidan en el reluciente y húmedo interior de su caja. Supongamos que Kadafi se aferra en Trípoli y que británicos, franceses y estadunidenses destruyen sus aviones, vuelan sus aeropuertos, asaltan sus baterías de vehículos blindadas y misiles y él sencillamente no desaparece. El jueves observé cómo, poco antes de la votación en la ONU, el Pentágono comenzaba a ilustrar a los periodistas sobre los peligros de toda la operación, precisando que podría llevar días instalar una zona de exclusión aérea.
Luego está la truculencia y villanía de Kadafi mismo. Las vimos este viernes, cuando su ministro del Exterior anunció el cese del fuego y el fin de todas las “operaciones militares”, sabiendo perfectamente, por supuesto, que una fuerza de la OTAN decidida al cambio de régimen no lo aceptaría y que eso permitiría a Kadafi presentarse como un líder árabe amante de la paz que es víctima de la agresión de Occidente: Omar Mujtar vive de nuevo.
¿Y qué tal si sencillamente no llegamos a tiempo, si los tanques de Kadafi siguen avanzando? Entonces enviamos mercenarios a ayudar a los “rebeldes”. ¿Nos instalamos temporalmente en Bengasi, con consejeros, ONG y la acostumbrada palabrería diplomática? Nótese cómo, en este momento crítico, no hablamos ya de las tribus de Libia, ese curtido pueblo guerrero que invocamos con entusiasmo hace un par de semanas. Ahora hablamos de la necesidad de proteger al “pueblo de Libia”, ya sin registrar a los Senoussi, el grupo más poderoso de familias tribales de Bengasi, cuyos hombres han librado gran parte de los combates. El rey Idris, derrocado por Kadafi en 1969, era Senoussi. La bandera “rebelde” roja, blanca y verde –la vieja bandera de la Libia prerrevolucionaria– es de hecho la bandera de Idris, una bandera Senoussi.
Ahora supongamos que los insurrectos llegan a Trípoli (el punto clave de todo el ejercicio, ¿no es así?): ¿serán bienvenidos allí? Sí, hubo protestas en la capital, pero muchos de esos valientes manifestantes venían de Bengasi. ¿Qué harán los partidarios de Kadafi? ¿Se “disgregarán”? ¿Se darán cuenta de pronto de que siempre sí odiaban a Kadafi y se unirán a la revolución? ¿O continuarán la guerra civil?
¿Y si los “rebeldes” entran a Trípoli y deciden que Kadafi y su demente hijo Saif al-Islam deben recibir su merecido, junto con sus matones? ¿Vamos a cerrar los ojos a las matanzas de represalia, a los ahorcamientos públicos, a tratos como los que los criminales de Kadafi han infligido durante tantos años? Me pregunto. Libia no es Egipto. Una vez más, Kadafi es un chiflado y, dado su extraño desempeño con su Libro Verde en el balcón de su casa bombardeada, es probable que de cuando en cuando también monte en cólera.
También está el peligro de que las cosas “salgan mal” de nuestro lado: las bombas que caen sobre civiles, los aviones de la OTAN que pueden ser derribados o estrellarse en territorio de Kadafi, la súbita sospecha entre los “rebeldes”/“el pueblo libio”/los manifestantes por la democracia de que la ayuda de Occidente tiene, después de todo, propósitos ulteriores. Y luego hay una aburrida regla universal en todo esto: en el segundo en que se emplean las armas contra otro gobierno, por mucha razón que se tenga, las cosas empiezan a desencadenarse. Después de todo, los mismos “rebeldes” que la mañana del jueves expresaban su furia ante la indiferencia de París ondeaban banderas francesas la noche de ese día en Bengasi. ¡Viva Estados Unidos! Hasta que…
Conozco los viejos argumentos. Por mala que haya sido nuestra conducta en el pasado, ¿qué debemos hacer ahora? Es un poco tarde para preguntar eso. Amábamos a Kadafi cuando llegó al poder en 1969 y luego, cuando mostró ser un orate, lo odiamos; después lo volvimos a amar –hablo de cuando lord Blair le estrechó las manos– y ahora lo odiamos de nuevo. ¿Acaso Arafat no tuvo un similar historial de altibajos para los israelíes y los estadunidenses? Primero era un superterrorista que anhelaba destruir a Israel, luego un superestadista que estrechó las manos de Yitzhak Rabin, y luego de nuevo se volvió un superterrorista cuando se dio cuenta de que había sido engañado sobre el futuro de “Palestina”.
Algo que podemos hacer es ubicar a los Kadafi y Saddam del porvenir que alimentamos hoy, los futuros dementes sádicos de la cámara de torturas que cultivan a sus jóvenes vampiros con nuestra ayuda económica. En Uzbekistán, por ejemplo. Y en Turkmenistán, Tayikistán, Chechenia y otros por el estilo. Hombres con los que tenemos que tratar, que nos venderán petróleo, nos comprarán armas y mantendrán a raya a los “terroristas” musulmanes.
Todo es tan conocido que fastidia. Y ahora estamos de nuevo en ello, dando puñetazos en el escritorio en unidad espiritual. No tenemos muchas opciones, a menos que queramos ver otro Srebrenica, ¿verdad? Pero un momento: ¿acaso aquello no ocurrió mucho después de que impusimos nuestra zona de “exclusión aérea” en Bosnia?
Robert Fisk
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Tomado: La Jornada.unam.mx
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